jueves, 19 de noviembre de 2009

EL CRUCIFIJO Y BERSANI

En la entrada ¿UNA NUEVA FASE EN EL PARTIDO DEMOCRATICO ITALIANO? señalaba la novedad que podría representar la elección de Pierluigi Bersani como primer espada del Partito democratico italiano. Me basaba en dos cosas: la lectura de los documentos de Bersani y en las informaciones de buenos amigos que nunca tuvieron pelos en la lengua. Quiero seguir manteniendo tales esperanzas, fundadas en este caso en un razonable cacho de posibilismo. Pero es el caso de…

… es el caso de que me he llevado una sorpresa bastante desagradable con unas sorprendentes declaraciones de Bersani. El flamante secretario del Partito democratico italiano se ha dejado caer con esta afirmación: “"Un'antica tradizione come il crocifisso non può essere offensiva per nessuno. Penso che su questioni delicate come questa, qualche volta il buonsenso finisce di essere vittima del diritto”. Que no necesita traducción ni aclaración.

Es sabida la áspera polémica que hay en Italia sobre el tema del crucifijo (y otros símbolos religiosos) en los lugares públicos y, especialmente, en la escuela. Y no menos conocida es la resolución del Tribunal Europeo dando cumplida respuesta a quienes impugnaban la presencia del crucifijo. Hablando en plata, el Tribunal dijo: “No ha lugar”. Y, entonces, para decirlo en palabras castizas se armó la de Dios es Cristo. Hubo quien aplaudió y quien, como el jabalí, se pasó el día rebudiando. También los hubo que dijeron: “haremos lo que nos pase por la entrepierna”.

Las declaraciones de Bersani son sorprendentes. Porque el dirigente político se atribuye que nadie puede sentirse ofendido por una tradición antigua. ¿Cómo lo sabe? Sorprendentes, además, porque –según él-- el buen sentido acaba siendo “víctima del Derecho”. Palabras que, en mi opinión, son excesivamente arriesgadas. Así pues, Bersani ha perdido la oportunidad de afirmar prudentemente que “no comparte la sentencia del Tribunal, pero que la respeta”. Con lo que, aunque se le siga viendo el plumero, hubiera quedado mejor. Y, por lo menos, no hubiera ofendido a quienes sí se sienten ofendidos por la incoherencia de la presencia de determinados símbolos religiosos en las instancias del Estado no confesional.

Pero hay más: ¿todas las antiguas tradiciones deben respetarse en tanto que antiguas tradiciones? Sería farragosa la lista de las antiguas tradiciones y, para no ofender a nadie, dejaré las cosas así. Pero no me resisto a citar una antigua tradición con menos solera: la separación entre Iglesia y Estado. Aunque, a decir verdad, se trata de una separación imperfecta. Y, por supuesto, siempre mirada en clave de fastidio por parte de no sé cuantos sectores.

Lo diré con claridad: soy agnóstico con la cabeza y ateo con las tripas. Lo que no me impide ser respetuoso con las creencias. Ya he dicho en innumerables ocasiones que tengo muy buenas amistades con cristianos de diversa condición. He mencionado en frecuentes momentos el compromiso común entre creyentes e increyentes (ésta es una palabreja que siempre me dio repelús) en los primeros andares de la gestación de Comisiones Obreras o la solidaridad fuerte de sacerdotes en todo Catalunya y de las monjas (por ejemplo, las de los conventos de San Hermenegildo y Maó en Barcelona) con las luchas obreras de principios de los setenta. De manera que lo tienen crudo quienes piensen que soy un anticlerical o un comecuras: no fue esa la formación familiar que recibí en casa por parte de mi padre adoptivo, el maestro confitero Ceferino Isla.

Pero tampoco es desde esa forma de ser (el respeto abstracto hacia los demás, creyentes en ese caso) lo que me hace razonar: se trata del respeto y cumplimiento al Estado de Derecho, de sus normas democráticas. En concreto, la consideración de que el Derecho en democracia está ahí y la Iglesia en otro lugar. Así en España como en Italia.

Peliaguda batalla es ésta, la de los símbolos religiosos. Y no digamos toda esa panoplia de “las raíces cristianas en Europa” como elemento central de las polémicas en curso. Pero, oído cocina: las raíces cristianas tienen diversa consideración. Las ha habido de todo tipo: desde las enormemente positivas a las que se engendraron, desarrollaron y consolidaron a sangre y fuego. Por supuesto, no sólo desde el catolicismo, también a los reformadores protestantes se les fue la mano de lo lindo. Unas raíces cristianas como fruto de la alianza entre le sabre et le goupillon (que diría Jean Ferrat), ya fuera el sable de Carlos V o de Federico de Sajonia; el primero con los hisopos de Roma, el segundo con los de Lutero. En resumidas cuentes, hay antiguas tradiciones que tienen el color de verde vómito.

Querido Bersani, te recomiendo la lectura de un libro. Se trata de
Herejes en la historia, a cargo de Mar Marcos [Trotta, 2009]. No veas lo que explican los diversos ponentes: todos ellos gente muy respetable. Y, me permitirás una amable consideración: omnia sunt comunia, el lema de los amigos de Thomas Münzer, quemado en carne viva por Sajonia y Roma. Por lo demás, a pesar de todos los pesares, sigo esperando que puedas dar (y que te dejen dar) el do de pecho en la izquierda. Como mínimo el que daba Franco Corelli en la afamada aria Di quella pira donde sólo se quema de mentirijillas. Vale.

jueves, 12 de noviembre de 2009

La "cuestión histórica", según Marcel Gauchet



Explica Marcel Gauchet [“La cuestión histórica”, Trotta 2007] la importancia del aparato de poder de la institución eclesiástica y como instrumento de mediación entre el Cielo y la tierra en el desarrollo histórico desde hace dios y la madre de tiempo. Afirma que, en el transcurso de la Era Moderna se ha operado lo que el autor denomina “la salida de la religión” que –añade un servidor—debe entenderse no al pie de la letra sino como Gauchet lo describe razonadamente, es decir: la comunidad humana se define a partir de ella misma, de su propia alteridad. Por mi parte, añadiré que la “salida de la religión”, entendida à la Gauchet, no impediría una mirada religiosa de miles de creyentes, comprometidos desde su propia fe con los problemas de la humanidad y su propia alteridad (1).


¿Ejemplos? Doy testimonio de amigos personales antiguos como 
Alfonso Carlos Comín, Joan N. García-Nieto y mi (ciber) amistad con Ignacio Sintel, pastor evangélico. Me permito un inciso: el compromiso que, desde la fe, tuvieron en su día Comín padre y Nepo García-Nieto –y los innumerables de estos tiempos de ahora mismo-- replanteó el (parcial) abandono de actitudes genéricamente anticlericales en un significativo sector de la izquierda antifranquista. Lo que fue visiblemente relevante en el sector del movimiento de los trabajadores, dentro y fuera de `la fábrica´. Pero vayamos al grano...


Si se reflexiona parsimoniosa y no instrumentalmente sobre el libro de Marcel Gauchet es posible que encontremos razones añadidas que nos ayuden a entender la compostura, ademocráticamente irascible, de los altos funcionarios eclesiástico a lo largo de estos últimos cuatro años en España, y aunque no cuento con la información necesaria tal vez nos hagan entender (aunque sea medianamente) las actitudes del 
papa Ratzinger y sus importantes seguidores. Es más, tengo para mí que sobre las pistas que indicia Gauchet hay más filón nutriente para, primero, razonar con fundamento y, segundo, poder explicar qué parece estar ocurriendo en nuestro país. Mucho más, pienso provisionalmente, que esa práctica de sacarle los colores a la Iglesia (que, en todo caso, se lo merece) por sus tropelías de antaño: Torquemada, casos Giordano Bruno y Galileo, la postura de Pío IX ante el niño judío Edgardo Mortara y no sé cuántos más. No digo que haya que eludir estas situaciones, simplemente pienso (de momento) que es más útil transitar por los indicios que propone Marcel Gauchet. Mi argumentación es: el primer caso puede conducir a una inútil reedición del anticlericalismo, siempre precario de razones y, por lo general, prisionero del viejo historicismo; lo segundo, sin embargo, podría llevarnos a entender la raíz de la exasperadamente irascible contracultura de los altos funcionarios de la Iglesia.


La democracia nunca fue, según parece, un buen negocio para las curias católicas españolas. La libertad choca de bruces con la estructura jerárquica –toscamente taylorista, por más señas— de ayer y de hoy (2). La dirección curial se ha autolegitimado como la (única) mediadora entre Dios y la humanidad, lo que comportaría el primado exclusivo de su doxa y de las normas que, a trancas y barrancas, la acompañan. Así pues, el constructo dogmático –precisamente por su invención gratuita y su inmutabilidad— choca abruptamente con la razón democrática que se caracteriza por su flexibilidad y relativismo itinerantes. De entrada, en esas condiciones se puede decir pacíficamente que la posición de los eclesiásticos será lo que sea, excepto inconsecuente o incoherentes,


La mencionada y autoconcedida `mediación´ es, por definición, contraria al diseño genérico y a la aplicación práctica de qué debe entenderse por moral y a impartir la enseñanza. Ambas cuestiones deben ser, en pura concordancia con la mediación, monopolio de la curia eclesiástica. Ahora bien, la “salida de la iglesia” (en los términos que define Marcel Gauchet) llevó, no sin sobresaltos, a la westfaliana separación entre el Estado y la Iglesia y la transformación de aquel Estado, también de manera azarosa, en instituciones democráticas. Las normas de civilidad eran cosa de las instituciones democráticas, también para los funcionarios eclesiásticos qua personas, y como tales –al menos en teoría—no estaban exentos de ningún manto protector al margen de la norma y autonomía democráticas. La Iglesia, mutatis mutandi, empezó a perder poder, aunque el prestigio simbólico fuera así mismo `poderoso´. Le quedaba, naturalmente, el peso de la inercia, su capacidad de maniobra para el cabildeo y su (nunca perdida) relación con los grandes aparatos de poder. Ciertamente, le quedaba también su negativa (aflorada y/o submergida) a reconocer que fe y política están y siguen en planos diferentes. Es más, en el fondo la alta Iglesia no dejó de considerar la política democrática “como un contexto de inevitable contingencia y provisionalidad, extraños a la dimensión religiosa de la vida”, al atinado decir de Riccardo Terzi.


Así las cosas, en el terreno abstracto nos encontramos ante una aporía, un callejón sin salida, porque parece imposible que la Iglesia católica renuncie a su más representativa, por su carácter constitutivo, seña de identidad: la mediación entre el más allá y el aquí mismo. Y si en el terreno abstracto no hay salida, la conclusión, al menos aparente, está en la capacidad de reorientar la cosa en el territorio de lo concreto. Pero, ¿es posible? La primera respuesta que se nos ocurre es: pueden darse convergencias (más o menos intensas), pero nunca habrá una plena adhesión de la una a la otra, lo que no excluye –pero eso es harina de otro costal— subalternidades, cooptaciones o algo por el estilo. Digamos pues, orteguianamente, que sólo se puede aspirar, y no es poca cosa, a tener una razonable conllevancia.


En cuentas muy resumidas, la matriz de la exasperación revoltosa de las mitras y capelos cardenalicios en España se explica en una cuestión de largo recorrido (su autolegitimación como instrumento de mediación) y en una convergencia de oportunidades coyunturales, aunque con voluntad de largo recorrido (ponerle la proa al itinerario de nuevos derechos civiles del presidente Zapatero). Pero no deben confundirse los términos a la hora del debate. Porque el tratamiento de lo primero exige una explicación de un tipo, mientras que el segundo requiere una frontal pugna de carácter político. Cuando hablo de no confundir los términos no niego que, en estos momentos, deban deslindarse. No, tienen que relacionarse, naturalmente. Porque el alto funcionariado eclesiástico entiende que su convergencia con el Partido popular en relación a los derechos civiles es coincidente, aunque –como es sabido— en tiempos del aznarato no susurró, que nosotros sepamos, que el gobierno de aquellos entonces tirara para atrás algunas leyes que le incomodaron profundamente. Que una de tus manos no sepa lo que hace la otra, debieron decirse. Y, posiblemente, en el hipotético (e indeseable caso) de que el Partido popular gane las próximas elecciones, sus eminencias tampoco incordiarán excesivamente: el cabildeo de Palacio sustituirá a la calle.


Doy por sentado que la confrontación política con los planteamientos de alto funcionariado eclesiástico debe ser eso: exclusivamente política.






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(1) Artículo publicado en “
Nou cicle” en enero de 2008.


(2) En principio los elementos que caracterizan el taylorismo con lo que estamos hablando es: 1) Concentración de todos los elementos del conocimiento, del "saber hacer" --que en el pasado estuvieron en manos de los trabajadores-- en el management. Este deberá clasificar las informaciones y sintetizarlas; de todo ello sacará los elementos del conocimiento, las leyes, reglas y normas. 2) La substracción de todo el trabajo intelectual en el reparto de la producción, situándolo en los centros de planificación, con la separación "funcional" --entre concepción, proyecto y ejecución-- entre el centro del saber y la prestación ejecutiva e individual de cada trabajador que está aislado de todo grupo o colectivo. 3) Una minuciosa preparación, por parte del manager, del trabajo que hay que hacer y las reglas para facilitar su ejecución. Se elimina el "saber hacer" del trabajador que está substituido por las órdenes del manager; al trabajador se le especifica no sólo lo que hay que hacer sino cómo es necesario hacerlo y el tiempo fijado para ello. Pues bien, sustitúyase `trabajadores´por sociedad, cámbiese `management´ por la Iglesia y aproximadamente se entenderá la relación entre taylorismo la “estructura jerárquica” de la Iglesia católica. A tales efectos, poco importa que el taylorismo sea un intento de racionalización cientificista y el carácter de la Iglesia tenga otro signo. Pues el vínculo entre lo uno y lo otro podría ser el siguiente: Taylor dijo que si su organización del trabajo era científica, ¿qué pintaban los sindicatos en ello?, mientras que la Iglesia no tendría empacho en afirmar que si esto es un dogma de fe ¿a santo de qué hay que discutirlo?

Jordi Solé Tura o la pasión política

A eso de las doce y media mi mujer y un servidor estábamos en Palermo, concretamente en la Vucchiria. Suena el móvil. Es Silvia Cupolo, de Catalunya radio. Me dice que ha muerto Jordi Solé Tura. Quiere que le dé unas primeras impresiones. La noticia me deja un sabor amargo por motivos obvios y porque estas cosas son más duras cuando se está fuera de casa.


Conocí a Jordi Solé Tura en la cárcel; era cuando el Estado de excepción de 1969. Recuerdo su tenacidad y su pasión por todas las cosas, dos constantes vitales durante toda su vida. Una y otra se expresaban (al igual que en el estudio y en el trabajo), por ejemplo, cuando jugábamos al fútbol: parecía que le iba la vida en el juego de la pelota, corría como si estuviéramos en la final de la Copa del Mundo. Más tarde, estando un servidor en la Prisión de Soria, volví a tener un contacto indirecto con Jordi, a través de su magnífica traducción de la biografía de Antonio Gramsci y del estudio de su libro (de hecho era su tesis doctoral) “Catalanisme i revolució burguesa”, que fue estúpidamente zarandeado por ciertos sectores del nacionalismo alpargatero. Más tarde retomé el contacto cuando su grupo (Bandera Roja) ingreso en el PSUC.


Solé Tura impresionaba siempre por la rigurosidad de sus planteamientos, que siempre exponía con una enorme sencillez y sin ornamentación. Románico puro. Conciso y al grano. Con fama de serio, aunque en realidad era un bromista muy ocurrente. Por ejemplo, en puertas de no sé qué elecciones estábamos en una reunión de esas que se llaman de “estrategia electoral”. Un servidor dijo que el eslogan electoral era un latazo, entonces me pasó un papel, proponiéndome en broma dos lemas: “Vota al Guti, un candidat amb tota la barba” y “Vota a Benet, un candidat que fila prim”, aludiendo a la extrema delgadez de Josep Benet y a la perilla de Antonio Gutiérrez Díaz.


Sabemos, por su notoriedad, que Solé era un dirigente político del más alto nivel. De ahí su responsabilidad como portavoz del grupo parlamentario comunista y sus trabajos como redactor de la Constitución. Pero lo que quizá no haya sido referido (todavía) era la proximidad que tenía con la gente, la sencillez de sus relaciones con las personas de carne y hueso.


La última vez que le ví fue cuando el último homenaje a Gregorio López Raimundo, ya fallecido. Le guiaba su compañera, Teresa Eulàlia Calzada. Iba saludando a todo el mundo, aunque veíamos que ya no conocía a nadie. Perdón, la última vez que le ví fue en la película que hizo su hijo Albert. Le recuerdo en el laberinto, jugando con su nieta al escondite. Y la niña diciendo: Jordi, aquí, aquí.

domingo, 8 de noviembre de 2009

EL FUNDAMENTALISMO EN LOS USA

He leído un libro muy interesante: Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el Islam, su autor es Karen Armstrong [Fábula Tusquets, 2009] Lo compré en la Llibreria La Llopa (Calella). Me costó 11 euros y pico. El libro tiene 532 páginas.


Andaba yo buscando desde hace algunos años el origen del fundamentalismo en los Estados Unidos. Yo creía erróneamente que dicha costra era relativamente reciente, algo así como del siglo XX. Pues bien, mi sorpresa ha sido mayúscula porque ese fenómeno recorre, de hecho, la historia de aquel país. Más todavía, es anterior –según los datos que aporta Armstrong— a la Declaración de la Independencia. O, lo que es lo mismo, la irascible reacción (y el carácter de la misma) de no pocos grupos organizados contra las reformas de Obama viene de muy atrás. Se trata de unos movimientos político-religiosos, mayormente populistas que, de manera no infrecuente, han contado con el protagonismo de sectores académicos.


No es oro todo lo que reluce en el libro, pero es muy esclarecedor y documenta a quienes, como un servidor, no tengan ni idea del origen de una serie de comportamientos de masas en los Estados Unidos. Y, por supuesto, su lectura sirve para poner en barbecho el resto de la buena literatura negra que nos queda por leer. Por ejemplo, “Si los muertos no resucitan”, de Philip Kerr. Buena novela donde las haya, pero puede esperar a que leamos el libro de Armstrong. Vale.