domingo, 22 de enero de 2006

EL CONTROL DE LA FLEXIBILIDAD



José Luis López Bulla*

Parto del siguiente razonamiento: la flexibilidad no es un fenómeno contingente, sino estructural y de largo recorrido; la flexibilidad no es ya un “método” puntual sino que atraviesa las diversas formas de la producción y los servicios, y, por así decir, recorre las actuales formas de vida. Sigo reflexionando: la flexibilidad es fruto de dos tipos de fenómenos. Una las decisiones subjetivas que pone en marcha quien, de manera unidireccional, está gestionando la flexibilidad, esto es, el dador de trabajo; otra, el resultado objetivo de la versatilidad de la innovación tecnológica. Ambas se interrelacionan y condicionan mutuamente, aunque siempre están bajo la hegemonía técnica (cultural, diría Gramsci) del empresario que, en la actual etapa, está conociendo un importante proceso de relegitimación social y política.

Digamos, pues, que quien interpreta subjetivamente y pone en marcha este epifenómeno que es la flexibilidad está proponiendo no sólo unos nuevos modelos de trabajo sino también de vida de las personas desde el trabajo hasta los últimos recovecos de la ciudad. Sin embargo, transformado profundamente el fordismo queda la flexibilidad como “aparato” no coyuntural sino de largo recorrido. Ahora bien, la gigantesca transformación de los aparatos productivos y de servicios está siendo acompañada por una práctica (subjetiva, hemos dicho) autoritaria y discrecional. Que se caracteriza, entre otras cosas, por: una manumisión de los derechos de ciudadanía social y la congelación del Derecho laboral, de un lado; y, de otra parte, por la desmembración del mercado de trabajo. La lectura autoritaria de la flexibilidad es, así las cosas, equivalente a la precarización y a la extrema fragilidad de las condiciones de trabajo, empezando por un cambio de metabolismo del contrato de trabajo que poco va teniendo que ver con el que idearon los padres fundantes del iuslaboralismo nacido en Weimar: un asunto que machaconamente nos recuerda el maestro Romagnoli, uno de los viejos (y grandes) rockeros del Derecho laboral europeo.

Esta situación no tiene una lectura sindical solamente sino de profundos contenidos del genoma de las modernas sociedades contemporáneas. Pues afecta (¡y de qué manera!) a la esencia de nuestra democracia y de sus valores en este vejestorio que se está convirtiendo Europa. Atención: uno de los pilares de nuestras democracias es el contrato social. ¿Hemos caído en la cuenta de que ya casi no se habla de negociación sino de diálogo social? No es irrelevante ese cambio de sintaxis, pues desde Lewis Carol, el autor de “Alicia en el país de las maravillas”, sabemos que las palabras tienen dueño. El diálogo social es una cosa y la negociación es algo bien diferente. Pero el cambio de una palabra por otra tampoco es inocente. El diálogo no comporta necesariamente llegar a acuerdos y puede convertirse en pura cháchara.

La negociación sí conlleva, con todas las asimetrías e imperfecciones que se quiera, co-determinar, y su naturaleza final vendrá dada por nuestra vieja conocida: la correlación de fuerzas en el escenario.La machacona insistencia mediática en el diálogo social comporta una desnaturalización de la Libertad sindical que es parte fundante de las vigas maestras de la democracia. Porque la Libertad sindical es dos cosas inseparables: a) la asociación para negociar, b) apoyada por el ejercicio del conflicto social. Y hoy, justamente para que la flexibilidad sea gestionada autoritaria y discrecionalmente, los dardos de la derecha se enfilan contra el ejercicio del conflicto, entendido éste como derecho de ciudadanía social. Este es el desvelamiento que vengo proponiendo desde hace ya algunos años y que desarrollé en Santafé de manera pormenorizada el otoño pasado. En resumidas cuentas, la flexibilidad, así entendida, es el instrumento esencial de la gestión ademocrática en esta fase de la innovación-reestructuración de los aparatos productivos y de servicios.

El lector deberá tener cuidado con un servidor. Estoy alertando acerca de la lectura autoritaria y discrecional que hace la derecha económica de la flexibilidad. A esta la he calificado de decisión subjetiva del dador de trabajo. Una decisión que, si no estamos al tanto, la acabarán convirtiendo en una especia más de las leyes naturales. Estoy llamando la atención sobre el interés, expresamente intencionado, de equiparar flexibilidad con precariedad; estoy poniendo el acento en que las derechas conciben la flexibilidad como la erradicación de los derechos sociales que son parte inseparable de los derechos democráticos.Repito: el lector no debe confundirse ni confundirme. Afirmo que es posible otra flexibilidad, y que es necesaria para un nuevo avance en la humanización del trabajo y en el trabajo. Digamos que la flexibilidad debe insertarse como hipótesis de nuevas posibilidades en otros sistemas de organización del trabajo. Lógicamente estoy proponiendo que la flexibilidad sea obra del pensamiento y la acción de dos sujetos fuertes: la política de izquierdas y el sindicalismo confederal, cada uno con sus propias prerrogativas y (diversos) puntos de vista. Lo que no es conveniente es la repetición de la vieja historia de antaño: acabar las izquierdas y el sindicalismo en la lógica infernal, primero, del viejo taylorismo y, después, del fordismo. Por lo tanto, mi punto de vista es: se necesitan normas, tutelas y garantías que permitan al trabajo asalariado “vivir” la flexibilidad sin miedos y angustias. En pocas palabras, esta es la tesis que expongo de manera tan esquemática como me lo permite el espacio de este artículo. Porque, en efecto, los viejos institutos que han estado en vigor (fruto de la antigua ordenación de las relaciones laborales en Occidente), tales como el contrato de trabajo y los sistemas de organización del trabajo, están cambiando de naturaleza con la irrupción desbocada de la flexibilidad. Aquellos viejos institutos, con sus aparatos jurídicos y garantías de las negociaciones colectivas, están dando paso a un “territorio” sin normas y controles.

Una primera conclusión sería: se necesita una reflexión acerca de la discontinuidad histórica que representa la flexibilidad y son urgentes unas medidas (políticas y sociales) que aborden la lógica tensión entre flexibilidad y seguridad. De un lado con medidas legislativas y, de otro, con una decidida actuación del sindicalismo en el escenario de las negociaciones colectivas. Si se parte de la constatación de que la flexibilidad ya no es un fenómeno puntual, tengo para mí que ha llegado la hora de que la política aborde la necesidad de una Ley de Flexibilidad. Soy perfectamente consciente de las connotaciones “malditas” que tiene esta palabreja, la flexibilidad. Pero empieza a ser ya inadmisible que sólo (y solamente) su gestión esté en manos del dador de trabajo. En puridad democrática esta gestión discrecional está representando espacios ademocráticos en la sociedad y una pérdida de la capacidad de negociación de los sujetos sociales. Así, pues, la política y, en concreto la izquierda, no pueden ignorar esta situación. No ignoro las dificultades de mi propuesta: para empezar la izquierda ha tenido dos comportamientos diversos con relación al asunto. O ha cantado las excelencias de la flexibilidad o la ha combatido sañudamente. La izquierda ha sido simultáneamente papanatista o apocalíptica, pero (hasta donde yo sé) no ha esbozado un proyecto orgánico capaz de paliar la estridente asimetría que hay entre flexibilidad y seguridad.
La Ley que se propone, previamente consensuada con los agentes sociales y las organizaciones empresariales, podría ser un primer paso, al tiempo que sugeriría nuevos comportamientos contractuales en el libre ejercicio de la autonomía de las partes que negocian.

Con toda seguridad, la ley no será una panacea. Más todavía, podrá tener sus complicaciones. Pero, salvando las distancias de época y tiempo, se me ocurre el siguiente ejemplo: la Ley de Convenios colectivos de 1958 en pleno franquismo. ¡Mira que tuvo imperfecciones aquel texto articulado, especialmente ser hijuela del franquismo! Sin embargo, nadie que tenga dos dedos de frente y memoria fresca negará que de aquello (aunque no solode aquello) surgió el nuevo movimiento sindical que supo poner en marcha una nueva consciencia democrática en nuestro país. Las cosas fueron así de curiosas como lo atestigua la historiografía. En todo caso, lo que no puede ser es la repetición de la historia del burro de Buridán. El pobre asno estaba cansado y muerto de hambre, pero delante de él había unos cuantos kilos de pitanza. La bestia no se movía porque razonaba de esta guisa: si me muevo puedo caerme de la fatiga, pero si no camino me muero de hambre. Comoquiera que no se resolvió a hacer nada se fue al otro mundo sin pena ni gloria. En esta situación estamos: si no se hace nada, la flexibilidad seguirá desmedida. De ahí que, en una primera aproximación, se proponga esta Ley de Seguridad como una interferencia que, según se mire, puede introducir nuevas tutelas y una cierta co-determinación de las condiciones de trabajo.

*Izquierda y Futuro, núm. 2 (Granada 2002)