Vuelvo a leer mi anterior entrada “Probablemente Dios no existe” y caigo en la cuenta que el principal motivo de dicho trabajo no lo he cumplido debidamente. La principal intención era hacer un homenaje sentimental a la ciudad de Barcelona, pero me distrajo –y a mucha honra— mi indisumulado elogio del lema de los autobuses de la ciudad. De ahí que vuelva a las andadas, aunque en esta ocasión me disponga a hablar de Barcelona. O, si se quiere, de mis especiales relaciones con la ciudad de Barcelona.Mis primeras referencias fueron cuando, teniendo seis o siete años, al calor del hogar, mi tía Angelicas, la matriarca de mi familia paterna, nos explicó que había estado en Barcelona. Para hacerse entender relataba que toda la ciudad era algo así como la Gran Vía de Granada pero en grande, como la calle Reyes Católicos pero --¿dónde va a parar?— mucho más monumental y con hoteles por todos los sitios. Nos habló misteriosamente del telesférico que la condujo a Montserrat y de no se cuántas cosas mas. Poca broma esta conversación en aquellos tiempos de finales de los años cuarenta.Después vendrían los recuerdos del Barça. Mis mayores me explicaron que nunca el estadio de fútbol de “Los Cármenes” había albergado a tanta gente –“estaba atestado”, decían— como cuando César, el famoso delantero centro del Barcelona, había sido transferido al Granada porque estaba haciendo el servicio militar. Así pues, cuando el Granada jugaba contra el Barça teníamos el “corazón partío” porque jugábamos contra nosotros mismos. Mientras tanto, muchos familiares, amigos y conocidos se iban a Barcelona.De pronto estalló una huelga de tranviarios en Granada en la primavera del 51. Me econtraba con mi padre adoptivo, el maestro confitero Ferino Isla, en la parada de tranvías del Triunfo con el aviso de la huelga: “Niño, nos vamos andando a Santafé”. No era un acto resignado, se trataba de solidaridad con los huelguistas, muchos de ellos de Maracena, Fuentevaqueros y santaferinos. Llegamos a casa, mi tía Pilar –mi madre adoptiva, esposa del maestro confitero-- estaba rezando a la Virgen del Pincho para que nos pasara nada: siempre desconfió de los catalanes porque, en su párvulo entender, tenían poco temor de Dios. “Una huelga, una huelga –decía— igual que en Barcelona, es que no escarmentamos”.Andando el tiempo, me regalaron los Obras Completas de Federico García Lorca en la mítica colección de Aguilar. Allí estaban publicadas algunas entrevistas al poeta en lengua catalana. Y buscando en librerías de viejo (concretamente en las cercanías de la calle Puentezuelas y el cine Aliatar) encontré un diccionario catalán que había pertenecido a la Biblioteca de Fuentevaqueros. Saqué tanto provecho que alerté a más de un letraherido santaferino.Y simultáneamente conocí al maestro Yebra. El maestro Enrique Villar Yebra pintó todos los rincones de la granadinidad y, de cuando en vez, tocaba el saxofón en homenaje a todo lo que sentía embelesadamente. Pues bien, el maestro Yebra hablaba con esmero de la puntualidad en el pago de las editoriales barcelonesas de sus primorosos grabados. En la taberna de “Los Manueles” me dijo que los capitalistas de Barcelona eran muy suyos, pero que jamás le habían incumplido un compromiso. Para llevarle la contraria le hablé de la plusvalía absoluta y la plusvalía relativa. Pero el reino del maestro Yebra no era de este mundo…También simultáneamente tuve conocimiento de, visto con los ojos de hoy, conocer una historia menor: la cantante granadina Gelu Rodríguez, que yo calificaba como la Rita Pavone de Santafé, triunfaba en Barcelona con el nombre de Gelu, que nos cantaba algo tan irreal como “siempre es domingo, no nos preocupa ni asusta el porvenir, tarararará”, y lamentándose en otra copla de estar abandonada por el fútbol. Pero, ¡atención!...… Las almas de cántaro santaferinas cayeron en la cuenta de que Barcelona era mucho Barcelona cuando Marcos Redondo dejó de ser el barítono preferido y, poquito a poquito, reconocieron que Raimundo Torres y Manuel Ausensi se lo comían con patatas. La ideología marcosredondista cayó cuando Torres cantó L’ Atlántida, la obra inacabada del maestro Falla, (rematada a por Ernesto Halffter) en Granada, dirigido por Eduard Toldrà. Y cuando Ausensi hizo de las suyas por los cuatro puntos cardinales del universo, incluida la Vega de Granada. Así pues, pensé…… pensé que en Barcelona se ataban los perros con longanizas. Sancta simplcitas. Llegué, vi y reconocí que los perros tenían otro menester que estar atrapados entre longanizas. Por eso me puse a disposición de autorizados maestros como dos arcángeles, Rozas y Abad, y un Júpiter tonante como Cipriano García. Después de luchas mil, me dispongo a leer lo que le hubiera gustado a un estudiante adoptivo de Granada, mi amigo Manolo Azcárate, en los lomos de tres autobuses de Barcelona: “Probablemente Dios no existe”. De noble sabor agnóstico.Definitivamente, Barcelona fue siempre mucho Barcelona. Incluso cuando vino, hace ciento y la madre, Simone de Beauvoir. Dejó escrito en uno de sus libros que era una ciudad gris, tristona. Posiblemente lo era en los años cincuenta, aunque un servidor –desde la vega granadina— la soñaba en technicolor. El Hurón no captó algo que debería haberla puesto sobre aviso: bajo aquellos tonos grisáceos no pocas cosas se movían. Podía haber estado un poco más al tanto.