José Luis López Bulla
Mi apoyo a la candidatura de José Montilla se debe a las siguientes razones: 1) conseguir que un candidato no nacionalista gane las elecciones autonómicas, y 2) apoyar desde la modestia de mis esfuerzos el proyecto de José Luis Rodríguez Zapatero. Este, además, es el orden argumental. Y, como puede verse, no tiene ningún tipo de planteamiento “ideológico”. Lo hago, especialmente, por puro interés personal. ¿En qué sentido? Lo explico a continuación: quiero pasar los próximos años de un modo razonablemente feliz. A estas alturas de mi vida, seguir soportando los efectos de la pobretería intelectual del nacionalismo, su agobiante inutilidad y su significativo aldeanismo me haría un avinagrado cascarrabias, y posiblemente lo que no ha conseguido el tabaco lo haría la reedición político-institucional del nacionalismo. Pero quien interprete que mis argumentos son de tipo “defensista”, contestaré que ¡ni hablar del peluquín!: intentar ser razonablemente feliz está en las mejores tradiciones republicanas, al menos en las que dejaron escritas nuestros abuelos de Filadelfia.
Seguir siendo feliz, con las mínimas interferencias posibles, quiere decir en mi caso que voy a seguir afirmando con descaro que Federico García Lorca es mi poeta en vez de Juame Riudeclots; que mi barítono español preferido es Manuel Ausensi y no Marcos Redondo; que mi soprano del alma es Renata Tebaldi y no otra, aunque sea no menos buena; que el sindicalista español más importante del siglo XX es Joan Peiró que ahora se está fumando sus buenos caliqueños con Luciano Lama; que Roser, mi mujer, nacida en Barcelona, es la dama de mi vida.
Seguir siendo feliz –y querer serlo, si a uno lo dejan-- es afirmar desparpajadamente que un servidor no tiene raíces, sino piernas, aunque nada tengo en contra de los que quieran tener raíces y no piernas.
Naturalmente José Montilla no me resolverá los grados de felicidad que necesito: ¡ni se le ocurra, por favor! Pero si gana es una hipótesis que yo pueda tener una moderada felicidad; si vence el nacionalismo es una certeza que me pondré un poco chuchurrío. Y, la verdad, todavía hay distancias entre una hipótesis y una certeza.
Más todavía, deseo que mi país entre una fase histórica nueva. Alguien dijo de Luciano Lama que “había dado substancia a la democracia”. Pues bien, he escrito que Zapatero hizo lo mismo en su gesto valenciano cuando le dijo a don José Ratzinger: “Dispense, caballero; pero no asistiré a la misa”. Presumo que mis amigos el cura García-Nieto y Alfons Carles Comín estarán tocando palmas ante ese bello gesto.
Uno ha preguntado: ¿Pero qué quiere éste? Desde luego nada más importante que lo que he sido en mi vida: un dirigente de Comisiones Obreras. Tras eso empalidecen todos los demás cargos ya sean el oro del moro o la plata que cagó la vaca. Por lo tanto, quien ha sido dirigente sindical sabe por experiencia propia (y aproximada intuición) que el resto –especialmente a partir de determinadas edades-- vale un poco menos que una oblea. Pero, ya que es imposible desterrar las sospechas, lo máximo que puedo aceptar es que me regalen, por mi detalle, un cartón de ducados. Porque nada es gratis en esta vida.
Mi apoyo a la candidatura de José Montilla se debe a las siguientes razones: 1) conseguir que un candidato no nacionalista gane las elecciones autonómicas, y 2) apoyar desde la modestia de mis esfuerzos el proyecto de José Luis Rodríguez Zapatero. Este, además, es el orden argumental. Y, como puede verse, no tiene ningún tipo de planteamiento “ideológico”. Lo hago, especialmente, por puro interés personal. ¿En qué sentido? Lo explico a continuación: quiero pasar los próximos años de un modo razonablemente feliz. A estas alturas de mi vida, seguir soportando los efectos de la pobretería intelectual del nacionalismo, su agobiante inutilidad y su significativo aldeanismo me haría un avinagrado cascarrabias, y posiblemente lo que no ha conseguido el tabaco lo haría la reedición político-institucional del nacionalismo. Pero quien interprete que mis argumentos son de tipo “defensista”, contestaré que ¡ni hablar del peluquín!: intentar ser razonablemente feliz está en las mejores tradiciones republicanas, al menos en las que dejaron escritas nuestros abuelos de Filadelfia.
Seguir siendo feliz, con las mínimas interferencias posibles, quiere decir en mi caso que voy a seguir afirmando con descaro que Federico García Lorca es mi poeta en vez de Juame Riudeclots; que mi barítono español preferido es Manuel Ausensi y no Marcos Redondo; que mi soprano del alma es Renata Tebaldi y no otra, aunque sea no menos buena; que el sindicalista español más importante del siglo XX es Joan Peiró que ahora se está fumando sus buenos caliqueños con Luciano Lama; que Roser, mi mujer, nacida en Barcelona, es la dama de mi vida.
Seguir siendo feliz –y querer serlo, si a uno lo dejan-- es afirmar desparpajadamente que un servidor no tiene raíces, sino piernas, aunque nada tengo en contra de los que quieran tener raíces y no piernas.
Naturalmente José Montilla no me resolverá los grados de felicidad que necesito: ¡ni se le ocurra, por favor! Pero si gana es una hipótesis que yo pueda tener una moderada felicidad; si vence el nacionalismo es una certeza que me pondré un poco chuchurrío. Y, la verdad, todavía hay distancias entre una hipótesis y una certeza.
Más todavía, deseo que mi país entre una fase histórica nueva. Alguien dijo de Luciano Lama que “había dado substancia a la democracia”. Pues bien, he escrito que Zapatero hizo lo mismo en su gesto valenciano cuando le dijo a don José Ratzinger: “Dispense, caballero; pero no asistiré a la misa”. Presumo que mis amigos el cura García-Nieto y Alfons Carles Comín estarán tocando palmas ante ese bello gesto.
Uno ha preguntado: ¿Pero qué quiere éste? Desde luego nada más importante que lo que he sido en mi vida: un dirigente de Comisiones Obreras. Tras eso empalidecen todos los demás cargos ya sean el oro del moro o la plata que cagó la vaca. Por lo tanto, quien ha sido dirigente sindical sabe por experiencia propia (y aproximada intuición) que el resto –especialmente a partir de determinadas edades-- vale un poco menos que una oblea. Pero, ya que es imposible desterrar las sospechas, lo máximo que puedo aceptar es que me regalen, por mi detalle, un cartón de ducados. Porque nada es gratis en esta vida.