Ayer, en la barcelonesa manifestación del Primero de Mayo, un
grupo de moscones se acercó a la pancarta que presidía
la marcha, la manchó de color amarillo y se largaron con viento fresco. Como es
sabido, el amarillo (además de ser el color fatídico de Molière) es lo que
designa a los sindicatos colaboracionistas con los empresarios. Un sindicalista
que se precie lo tomará como un insulto gravísimo. Así pues, aunque la escasa
documentación de los moscones no dé para más, sabían perfectamente el calado de
su acción.
Los dirigentes sindicales reaccionaron con templanza: como la
pancarta estaba hecha un asco, la envolvieron y se cogieron del brazo (como
tradicionalmente hacían en tiempos antiguos) en señal de unidad y así avanzaron
–orgullosos, pero sin altanería-- de lo que estaban haciendo. Ahora bien, si nadie le ha dado (ni
seguramente le darán) importancia al asunto, ¿por qué escribir sobre los
moscones? Por razones de cierto interés, que se verán a continuación.
Primera. La manía de sentirse los únicos sujetos salvíficos de la
causa emancipatoria también impregna, como antaño, a grupos de las nuevas
generaciones. Así, no es sólo una cuestión de intolerancia sino de algo que
siempre estuvo ligado a ella: el esencialismo. Que, en esta ocasión, viene a
decir: estos que avanzan con la pancarta no son “de clase” sino amarillos; y,
comoquiera que antes fueron “de clase”, en estos tiempos son unos traidores. Es
una concepción autoritaria, y si estos moscones tuvieran mando en
plaza, serían aproximadamente totalitarios. Porque no es, mediante la palabra,
como se expresan las críticas sino a través de un comando fugaz. Que sabe,
además, la repercusión mediática de su mosconería: algo que, si bien se mira,
no deja de ser un contagio de los métodos de viejas y nuevas versiones de las
derechas de más rancio copete que han sido y, algunas, siguen existiendo.
Segunda. Estamos ante unos comportamientos que son tan viejos como
el andar a pie: habiendo fracasado en la organización de chiringuitos
salvíficos, me tiro al redondel de la acción fugaz. Pues fundar, mantener y
desarrollar una organización de masas es algo fatigoso y más arduo que rociar
una pancarta. Y, ya que elaborar un proyecto argumentado y medianamente creíble
requiere cuatro dedos de frente, lo mejor es el grito espasmódico de increpar a
la presidencia de una manifestación.
Tercera. Por lo general, la mayoría de los moscones acaban en las
derechas más extremistas. No pocos moscones de los años sesenta y setenta son
ahora afamados neocons norteamericanos, ¿me equivoco o me
pierde la exageración? Y no pocos moscones que antaño le dieron a la
metralleta, en nombre de un supuesto proletariado (que nunca les pidió dios y
ayuda), militan ahora en organizaciones clerical-fascistas. Veamos, moscones
armados fueron quienes asesinaron a mi amigo Guido Rossa y se hartaron de poner
bombas en el coche de mi amigo Claudio Sabattini, destrozándole la cara y las
manos. Guido y Claudio, dos grandes dirigentes sindicales. Aquellos moscones
–menos mal-- han dejado las armas y ahora empuñan el hisopo y el agua bendita:
de todas formas es un avance.
Por lo demás, no me resisto a recordar algunas situaciones menos
comprometidas. En plena dictadura franquista, algunos nos dijeron (yo estaba
encantado de ser denunciado en ciertas octavillas) que éramos unos traidores a
la clase obrera. ¿Dónde se cobijaron cuando echaron barriga? ¿Dónde se metieron
cuando cayeron en la cuenta que el vino pirriaque en tetrabrik es de inferior
calidad que el rioja de cincuenta euros? En el centro político y en partidos de
la derecha. Y con el mismo desparpajo que antaño hacían teología redentora,
después arremetieron contra las izquierdas: tanto las reformistas como las
antagonistas. Ni siquiera se disculparon con un “pelillos a la mar”. Con
algunos de ellos compartí tribuna cuando fui diputado. O sea, la mosconería no
es una novedad.Naturalmente pueden haber otras explicaciones más
contundentes, pero puede que alguna de ellas, aunque banal, se aproxime a una
primera explicación: el desenfreno de la lengua se va transformando en un
desenfreno de la próstata, y lo que antaño era un barniz seudotroskysta (nada
que ver con Don León) se trasladó más tarde a la banda del más extremoso babor.
O lo que es lo mismo: el viejo ataque al Estado capitalista fue substituido por
el ataque al Estado de bienestar. Alto ahí: el Estado del Bienestar de los
demás, no el propio.