(Ejercicio de redacción y borrador para amigos)
Leo en Giacomo Marramao: “Ya no hay cuestiones terminadas por haber sido terminadas en un punto” (Pasaje a Occidente, Katz Editores, 2006. Buenos Aires). La frase es de Paul Valéry, escrita en un lejano 1928 en un sorprendente libro: Regards sur le monde actuel. Podría ser que, aunque parcialmente, esa oración nos explique, o pueda aproximarnos al acercamiento de algunos movimientos del alto funcionariado de la globalizada iglesia católica, apostólica y romana. Y, tal vez, pueda orientarnos a la comprensión del dictum de la Conferencia episcopal tarraconense que equipara el terrorismo con el aborto, la eutanasia y la violencia de género; se trata de una posición que engarza directamente con las predicaciones vaticanas, estableciendo un hilo conductor con la política: véase la ‘organicidad’ –esto es, la coherencia-- de tales planteamientos con hechos y dichos de los gobernantes polacos, el Partido popular español y algunas declaraciones recientes de Sarkozy, el candidato a la presidencia de la República francesa, amén de otras de signo parecido en la derecha italiana. 1.-- El avance vertiginoso de la ciencia y la técnica ha creado un nuevo paradigma: un cambio en el orden de las cosas que desafía radicalmente los comportamientos culturales de todo el mundo. A los modestos objetivos que se propone este ejercicio de redacción, diré que una de las consecuencias de ese “cambio en el orden de las cosas” está provocando, con mayor espectacularidad que antaño, un desvelamiento por parte de la ciencia de una serie de ‘misterios’ que, por pura comodidad, llamaré sagrados. Pongamos un ejemplo: un teólogo de la talla de Hans Küng reconoce que sabemos perfectamente qué ocurrió trasncurrido una fracción de segundo de 1/10 elevado a la quincuagésimo séptima potencia tras el big bang. El teólogo suizo –un potente intelectual que intenta conciliar la fe con la ciencia de un modo harto sospechoso para las autoridades vaticanas-- afirma a continuación que, no obstante, la ciencia nunca podrá saber qué ocurrió en el momento exacto en que ocurrió la gran explosión, esto es: t = 0 y mucho menos ‘antes’. Hasta ahí no puede llegar la ciencia y, por tanto, eso es labor de la meta-física y la teología, afirma nuestro amigo suizo. (“El principio de todas las cosas”. Trotta, 2007) Puede ser... ... Pero es el caso que la historia de la ciencia muestra hasta qué punto se ha ido desvelando todo un conglomerado de sacralidades desde el momento en que la humanidad –incluso a través del mito-- decidió darle vueltas ordenadamente a la cabeza. No sólo los primeros científicos, también los protofilósofos. Cada cual a su manera desvelaba las construcciones que habían elaborado los poderes para que nada se saliera de madre. El hecho de especular devenía, así, un ejercicio de ‘laicidad’ e interferencia sobre lo que venía dado e impuesto desde los poderes. Porque la historia del pensamiento siempre fue, directa o indirectamente, intuir o considerar que “no hay cuestiones terminadas por haber sido terminadas en un punto”: fueran éstas de naturaleza sacral o ‘institucional’ o aliadas la una con la otra. De ahí que la historia del pensamiento técnico-científico (en su sentido más amplio) estuviera siempre bajo sospecha o represión por parte de los mediadores institucionales de lo sagrado. Ahora bien, esos movimientos científico-técnicos debían ordenarse: los poderes seglares (políticos, económicos y militares, por ejemplo) necesitaban aquellas propuestas de saberes para su propia autoreproducción autoritaria. De ahí su parcial contemporización con el mundo del pensamiento. De otro lado, algo les decía a los hombres de fe que aquel itinerario también debía normarse. Y del credo quia absurdum –“lo creo porque es absurdo”-- al brillante planteamiento de Tomás: philosophia ancilla teologiae est. Declarar que la filosofía era la criada de la teología era, en el fondo, una necesidad científica que precisaba el Aquinate para --cooptando la primera e, incluso, situándola de manera subalterna-- proponer, a su manera, una determinada compatibilidad entre fe y ciencia: creer porque es absurdo era, pudo decirse Tomás, un avispero. 2.-- Nunca, pienso, se juzgará de manera debida la tarea importante de los renacentistas italianos: Lorenzo Valla, Pico della Mirandola y Nicolás de Cusa. Porque siguieron, lo quisieran o no, interfiriendo y ayudando a desvelar desde el campo de las humanidades: naturalmente desde su condición de hombres de fe. Los laicos debían ser más prudentes. En todo caso, los mediadores institucionales entre lo sagrado y lo seglar tenían algo muy poderoso en sus manos: el ejercicio del poder terrenal de manera directa, en unos sitios; o --como diría el inolvidable Jean Ferrat en su famosa copla-- estaba establecida, en otros lugares, la potente alianza del “sabre et le goupillon”, el sable y el hisopo. Pero, poquito a poco, llegaron los tiempos en que los mediadores entre el más allá y el más aquí fueron perdiendo sustanciosos poderes terrenales: Westfalia en 1648 establece, podríamos decir, una notable cesura en las relaciones entre política y religión y, más adelante, el afianzamiento de la soberanía intramundana del Estado. Había, pues, que redimensionar las cosas porque o bien el látigo y el fuego eran tendencialmente ineficaces o bien lo iban perdiendo. Y de las interferencias de la ciencia, disfrazadas para no infundir sospechas, se pasó a las “intromisiones” claramente desveladoras. Así las cosas, los más brillantes intelectuales orgánicos del alto funcionariado eclesical –instrumentalmente o sinceramente-- se fajaron la sesera y fueron por la senda de la compatibilización –unos de manera resignada, otros a la ofensiva-- entre la fe y la ciencia. Así pues, la alianza entre las viejas cacotopías de los altos funcionarios eclesiales y los poderes seglares fue perdiendo consistencia. Más todavía, los poderes seglares reconocían las aproximaciones a la verdad que propusieron en su día no pocos científicos de otros tiempos: Copérnico y Galileo, por ejemplo. Y de manera prudente seguían la máxima que, en tiempos más cercanos, hace unos tres años dejó dicho el político italiano Marcello Pera, prácticamente a la cara de don José Ratzinger: cuidado con el reconocimiento de los errores y olvidos, pasados y actuales, porque eso nos lleva al caos (Sin raices, Paidós). Un constructo laicamente sagrado (si se me permite el oxímoron) que expresa una poderosa utilidad para todos los poderes del mundo contemporáneo. Qué la Santa Faz de Turín no es lo que parece, gracias al carbono 14, que la osamenta venerada de Juana de Arco corresponda a una dama egipcia, ¿y qué? Se disimula, mirando al tendido. El laico Pera aconsejará que se entra en el terreno disparatadamente resbaladizo si se reconoce ese desvelamiento de la ciencia. Lo que provocará el escozor de Hans Küng quien, en su día, propuso una original teoría, de carácter auto representacional y personalista, de la bajada de Jesús de Nazaret a los mismísimos infiernos (Credo, en Editorial Trotta) que debió escocer lo suyo a los altos funcionarios eclesiales que siguen empeñados en el uso de los viejos remiendos escolásticos. 3.-- Los altos funcionarios eclesiales han perdido no pocos poderes terrenales, y su ejercicio de intermediación entre lo sagrado y lo seglar hace ya mucho tiempo que no es lo que era. Y así, interferidos por el desvelamiento radical de la ciencia, se ven sometidos a dos fenómenos contemporáneos: de un lado, los amplios procesos de laicización; de otro lado, por la desigual concurrencia con otras familias de fe. Lo primero (el proceso de laicización) puede conducir, no como certeza aunque sí como hipótesis, a una ampliación de la democracia, y en estos tiempos actuales está llevando a una ampliación de los bienes democráticos; por ejemplo, los nuevos derechos civiles que se están legislando en las Cortes españolas. Lo segundo (la desigual concurrencia con las otras familias de fe) está conduciendo a una feroz competencia institucional por el monopolio de la creencia sobrenatural; por ejemplo, con el Islam en el patio de vecinos europeo y con otros grupos religiosos así en América del Norte como mayormente en América Latina. En ambos casos, los altos funcionarios eclesiales están perdiendo el simbolismo de la intermediación y sus secuelas concretas, relativas a los poderes. Por no hablar de la confrontación, escasamente evangélica, con las diversas ramas de la teología hetero-doxa que proponen otros hombres de fe: los Boff, Casaldáliga, Sobrino, Tamayo... con una claro mensaje que recuerda la ortopraxis emancipatoria del Sermón de la Montaña. Se trata de gentes que, a los ojos de los altos funcionarios católicos, apostólicos y romanos, son asaz peligrosas: aunque pueden ser despedidos de sus labores como enseñantes, están aparados por los bienes democráticos (que son laicos), su magisterio puede circular libremente urbi et orbi; aunque no puedan celebrar sus congresos, ahí está –entre otros-- el salón de actos de Comisiones Obreras de Madrid-Región que les cobija cada dos por tres. Y si las editoriales oficiales de los funcionarios curiales no publican determinados libros, ahí están Sal Térrea y Trotta para difundirlos. Ni siquiera vale una oblea ya el viejo “Nihil obstat” eclesiástico para editar las publicaciones de estos hombres de fe. Ciertamente, Rouco podrá hacerles la Pascua a los curas de la Parroquia de Entrevías, pero dicha ecclesia seguirá ahí, viendo pasar el tiempo como la Puerta de Alcalá. 4.-- No cabe duda que aquel gran hombre bueno que fue Juan Veintitrés ha sido derrotado institucionalmente. Y diré algo más, como provisional hipótesis, fueron los suyos quienes le echaron aviesamente la zancadilla a su testamento. Según mi viejo amigo Luciano Lama “lo que más duele es que los tuyos te hagan la pascua”. Pero esa posterior zancadilla no la vió Angelo Rocalli, pues vino después de la mano de algunos teólogos que le apoyaron, sinceramente o no, en el Vaticano II. Así pues, poco duró la alegría del Vaticano II en la casa del pobre. La apertura conciliar roncalliana fue desvaneciéndose y, simultáneamente, fueron apareciendo –mejor dicho: consolidándose-- dos situaciones de signo contrario. De un lado, la propuesta de teologías alternativas de signo emancipatorio; de otro lado, la oferta de grupos reaccionarios, alertados porque se estaba yendo demasiado lejos en el Vaticano II. Lo curioso del caso, a mi modo de ver las cosas, es que las teologías alternativas de signo emancipatorio eran (me permito una metáfora) menos laicas que las de naturaleza reaccionaria: las primeras proponían la mística o el ascetismo de los de abajo; las segundas miraban descaradamente a la resituación de la Iglesia como poder, ínsita en el mundo de los poderes. Los primeros se ofrecían como compañeros de conquista de bienes democráticos (ciertamente, laicos); los segundos, como dique adverso a tales avances civilizatorios. Los primeros proponían la eutopía; los segundos ofrecían la más descarnada cacotopía. 5.-- El discurso del universo de los poderes laicos empezó a cambiar de rumbo de manera visible a finales de la década de los setenta. La economía iniciaba –primero gradualmente y después de manera vertiginosa-- un nuevo itinerario. La revolución tecnocientífica entraba en una fase que implicaba la lenta descomposición del sistema fordista en Occidente. Los capitales precisaban una nueva acumulación propia de esta fase de innovación-reestructuración postfordista. El joven capitalismo decidió mirar atrás, a las nieves del antaño de la primera revolución industrial. Pero la revolución industrial, mutatis mutandi, originó, a su pesar, importantes derechos de ciudadanía y el moderno asociacionismo de masas. Este entramado de derechos e instrumentos era un poderosa interferencia para la nueva acumulación capitalista. Había que romper, pues, el pacto social y sus reglas del juego. Ahora bien, para ello se necesitaban dos grandes operaciones: la suplantación del alternativismo del movimiento emancipatorio por la hegemonía de los capitales y la revolución pasiva de grandes masas de ciudadanos. Ninguna de las dos han triunfado, a pesar de los gigantescos esfuerzos de los neoliberales, primero, y de los neocons, después. Cuestión diversa es la derrota histórica del boletín oficial del Estado autollamado socialista en la Urss y sus islas adyacentes, que vendría, también, a dar la razón a Paul Valéry: “Ya no hay cuestiones terminadas por haber sido terminadas en un punto”, o sea, en la Unión soviética y sus barrios periféricos. Pero que la suplantación de la alteridad del movimiento emancipatorio y la revolución pasiva no hayan triunfado definitivamente, no quiere decir que no siga la ofensiva ideologizante de neoliberales y neocons. Lo que, de paso, me permite llamar la atención de las izquierdas –culturales, sociales y políticas-- sobre la necesidad de buscar itinerarios de acompañamiento y amistad entre reformistas y revolucionarios. Pero esto es otro cantar... En esa situación (necesidad de la revolución pasiva para construir una nueva acumulación capitalista, eliminación de derechos, instrumentos y controles como freno para los bienes democráticos) se establece el punto de encuentro entre las dos grandes cacotopías modernas: la que proponen los poderes civiles y los funcionarios eclesiales con mando en plaza. El pacto implícito está servido entre la política extremista y los funcionarios mitrados. Esa política quiere taponar los bienes democráticos que, en parte, son consecuencia del desvelamiento de la ciencia; de ahí que necesite teologizar una serie de planteamientos laicos. Y, a su vez, los funcionarios eclesiales –flor por flor-- devuelven la gentileza dictando los teologúmenos consabidos en España: la unidad de la patria como verdad teologal, por ejemplo. Se me objetará, con razón, que la Tarraconense –y, por supuesto, el Obispo Carrera-- nada tienen que ver con el cardenal Cañizares y sus constructos sobre la unidad de la patria. Cierto, pero el matiz (para lo que estamos hablando en este ejercicio de redacción) es insignificante. El pacto implícito entre los poderes (o, si se prefiere, el contagio que reciben los obispos catalanes) es lo que cuenta: la sociedad ha llegado demasiado lejos en las conquistas de los bienes democráticos sobre el aborto y los casamientos de las parejas gays y, posiblemente, lo hará con la eutanasia. Así las cosas, hay que embridar esa jaca cartujana que galopa y corta el viento cuando pasa por el Puerto caminito de Jerez. Y se ponen a darle a la pluma estilográfica: equiparación moral entre el terrorismo, el aborto, la eutanasia y la violencia de género. Porque los bienes democráticos, en esa lectura ideologizada, son parcialmente consecuencias de los avances científicos y la extensión de la democracia; ésta será todo lo incompleta que se quiera, pero es ella quien abre las puertas de los bienes democráticos. ¿Por qué afirmo que la Tarraconense también ha entrado en el pacto implícito? Por esta sencilla razón: podría haberse limitado a condenar el aborto, la eutanasia y los recientemente conseguidos bienes democráticos en clave pastoral. No seré yo quien le pida a Joan Carrera que nos acompañe en una manifestación de apoyo a los bienes democráticos. Carrera cree en lo que cree, y no se hable más. Pero ligar esos bienes democráticos con el terrorismo es una obscena falacia que no aguanta ningún criterio de validación fundamentada. Y lo demuestro de manera clara: si se sentaron con Zapatero para las cuestiones de intendencia, está claro que el presidente del gobierno no es un terrorista... a menos que sus paternidades mitradas tuvieran –ante las cosas de la financiación institucional del cepillo de la iglesia-- un ataque de relativismo sobrevenido. Pero hay más: el pacto está claro, especialmente tras el planteamiento cimarrón de los mitrados catalanes que, en este caso, han hablado con el mismo lenguaje de los que deslegitiman los valores democráticos, sus representantes y sus instrumentos. Y, en definitiva, han enviado el mismo logos que aquella vejancona hacendada de la Vega granadina que afirmaba contundentemente: “Ay, Señor, menos mal que tenemos a la Iglesia que nos defiende de los Evangelios”.