Para organizar sistemáticamente una grita a los dirigentes políticos hay una condición aproximadamente necesaria (aunque no suficiente), a saber: los que chillan no deben presentarse nunca a consulta popular alguna. Ni siquiera al nobilísimo puesto de jefe de escalera de un patio de vecinos. Es lo que, siguiendo las recientes tradiciones, ocurrió ayer en la Diada de Cataluña. Cada vez que un partido político acude al Monumento con su ofrenda floral, un aguerrido grupo de chillantes pita e insulta a los políticos, ya fueran de babor o estribor. Todos, gritaban a gaznate batiente, ¡traidores!: nadie se salvó de tan ásperas invectivas. Cuarentones de barrigón cervecero, con la ubicua camiseta-sobaquin y pantalones vaqueros de pijopanas, se quedaron afónicos con tanta emisión de pedos intelectuales (en adelante, por ser más eufónico, diré peos) contra todos los políticos. Entre paréntesis diré: me parece de lo más normal, dado el coeficiente argumental de los miembros de esa cofradía de chillantes; de sus esfínteres cerebrales sólo pueden salir peos.
Estos pijos mesocráticos pertenecen a esa zoología que se autolegitima dogmáticamente. Y, parcialmente, vienen a ser casi los mismos que aquel mosquita muerta que, en la manifestación del Primero de Mayo barcelonés, pintó con espray la pancarta que llevaban los dirigentes sindicales catalanes: otro singular peo que tuvo su momento mediático y su gloria en la taberna de la esquina. Demos gracias a los dioses menores porque, todavía, no se dedican a tirar monedas a los políticos y a los sindicalistas.
Como es natural no estoy planteando que la alternativa a tales peos sea rendirse a los pies de políticos y sindicalistas y convertirse en pelotilleros de los unos y los otros. De momento afirmo que estas expresiones no son la distancia entre los políticos y la sociedad, sino la zafia manifestación de quienes no tienen absolutamente nada en el caletre. Aunque, a decir verdad, algunos –amparándose en la clandestinidad de las redes ciberespaciales— incluso son capaces de escribir cuatro frases cuajadas de anacolutos y peos gráficos.
Los dirigentes políticos, cuya distancia con la sociedad realmente existente es tan inobjetable, merecen una crítica argumentada, incluso todavía más severa. El peo, sin embargo, es una estupidez que sólo sirve para que los políiticos griten aquello, dicho metafóricamente, de “a mi, la legión”. El peo sólo sirve para la autoglorificación de los chillantes que se dicen a sí mismos: “Mira lo que les he dicho”, confundiendo la voz con el peo. Estas gentes son una de tantas expresiones de una banalidad que está repartida un poco más de la cuenta. Repitamos: esta banalidad mesocrática todavía no ha lanzado monedas a los políticos y sindicalistas. En Italia, hace años sí lo hicieron algunos proletarios revenidos. Por ejemplo, a mi amigo Bruno Trentin, recientemente fallecido. La muerte de Trentin, como es natural, concitó un alud de artículos glosando la memoria del maestro. Uno de ellos fue el de mi admirada Rossana Rossanda (1).
Como es bien sabido la Rossanda es una intelectual como la copa de un pino, una mujer inequívocamente de izquierdas y símbolo de lo que pudiéramos llamar la permanencia razonada a los principios que ella considera justos y a las “verdades madres” que defendió a lo largo de su fascinante biografía. La Rossanda no podía faltar a la hora de rendir un homenaje a su amigo Bruno Trentin. Se trata de un escrito sincero, que no oculta el distanciamiento progresivo de ambos. Rossanda, por otra parte, califica a Trentin como “gran sindicalista”. Ahora bien, casi en el incipit del artículo afirma: “Certo è stato, dopo Di Vittorio, il segretario della Cgil nel quale sono state riposte più speranze, ma anche il più attaccato - fino alle monetine che gli tirarono addosso - quando parve deluderle”. Lo que, por su claridad, no merece ser traducido. Pero sí conviene ser interpelado.
Veamos: ¿para desilusionar a Trentin –lo que Rossanda quiere decir es que para convencerle de que estaba equivocado; en el caso que lo estuviera, claro-- era preciso arrojarle monedas a la cara? Porque esa violenta agresión ya no era un peo, era algo más. Algo así como: prepárate para la próxima, que te tenemos en la mirilla de la luppara, cachocabrón. Más todavía, tampoco en esta ocasión la veterana intelectual –siempre de refinado análisis político-- se distancia de los agresores. En efecto, decir que Rossanda comparte esos métodos, tal vez sea exagerado. Pero no marca distancias, no condena. Ni siquiera dice: oye, por ahí no se puede ir. Me importa recordar, no obstante, que Fausto Bertinotti llamó muy severamente la atención a los arrojamonedas. Rossanda, la sofisticada intelectual de izquierdas, no condena la agresión, incluso después de haber pasado algunos años. La Rossanda, que no toma las debidas distancias, `comprende`, y esta comprensión sirve de coartada. Por lo demás, Rossanda ha olvidado, según parece, lo que dejó escrito el Dante: "Considerate la vostra semenza / fatti no foste a viver como brutti / ma per seguir virtute e conoscenza" .
Ahora bien, la diferencia entre Rossanda y los del peo catalán es considerable: la dama italiana tiene la cabeza a pleno rendimiento y, se esté o no de acuerdo con ella vale la pena leerla, incluso con el riesgo de entristecerse por algunas cosas que `comprende´. Lo que todavía es más grave: los del peo catalán sólo cuentan con el muelle de sus esfínteres. De ahí que me parece una pérdida de tiempo entrar en polémica con ellos. Sólo una adecuada gestualidad es lo que merecen.
Una adecuada gestualidad, digo. La que un servidor hizo en un 11 de Setiembre de hace algunos años. Iba yo en una comitiva a poner flores al Monumento de Rafael de Casanova. Lógicamente los gritantes nos propinaron nuestra consabida ración de chillerío. Miré a Rafael Ribó, observé que no me veía, y entonces puse ambas manos en forma de canuto, y subiendo y bajando las manos hasta mi boca les argumenté lo que pensaba de ellos. Mi mujer, horrorizada, se escandalizó de mi gesto y, además, lo definió como soez. Chispa más o menos me dijo que eso no eran argumentos. Por favor, ¿qué podía yo argumentar? Si les hubiera razonado algo no lo hubieran entendido. En cambio, mi gesticulación tabernaria fue comprendida. Hasta el punto que casi todos los gritantes me miraron y no pocos supieron que era un gesto racionalmente antagonista.
(1)