El Tribunal Supremo ha hablado de manera contundente: la Iglesia debe pagar al personal que ella misma despide cuando la Jurisdicción Social ha dictaminado la improcedencia del acto del despido. Nos felicitamos de ello, aunque más adelante matizaremos algunas cuestiones.
La Iglesia se había acostumbrado a practicar “la violencia de su poder privado”, despidiendo al profesorado que –según los funcionarios eclesiásticos-- llevaban una vida no conforme con la legitimación auto referencial que ella misma se ha dotado y que, con regular frecuencia, conculca el sistema de valores y normas que dicta la Constitución. La Iglesia despide ad nutum. Aclaro de manera inteligible el latinajo. De manera castiza, pero no infundada, se debe entender ad nutum de la siguiente manera: el funcionario eclesiástico se lleva la mano al escroto y de manera ostentosa le indica la puerta de la calle a la persona que acaba de ser despedida. Es un acto que tiene, según nuestro modesto e insuficiente saber, poco que ver con planteamientos teologales, ni –según nuestros conocimientos chusqueros— guarda relación con las cuestiones salvíficas ya sean las planteadas por los viejos teólogos de la Patrística o las salmodias de Ripalda o Astete, dos curas de anteayer.
Pero la Iglesia –que, según el Dante, tiene más hambre en la medida que va comiendo— no se contenta con el acto escrotal del despido: endosa el pago de la indemnización a la Administración Pública, perdón por el error: a los contribuyentes. Es, posiblemente, otra de las enseñanzas de más de dos mil años de historia. O, si se prefiere, de las inercias de cuando sus testículos eran todavía más peligrosos. O, peor todavía, del tipo de consentimientos subordinados que le han permitido los gestores de la democracia española. Con una excepción institucional: el Derecho del Trabajo y sus operadores jurídicos. Por supuesto, a otro nivel, el sindicalismo y las asociaciones profesionales de los enseñantes religiosos. Como muestra un botón: el Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Definitivamente, es el Derecho del Trabajo –con su rebeldía epistemológica con relación al Derecho civil-- quien se ha enfrentado a ese poder privado que violentamente ejerce con desparpajo el funcionariado eclesiástico: la sombra de los padres de Weimar es alargada con la “propensión a desafiar lo existente” –docet Umberto Romagnoli-- que alienta al Derecho del Trabajo, el más eurocéntrico de todos los derechos.
Decíamos más arriba que nos felicitamos de la posición del Tribunal Supremo. Y añadíamos que, tras dichas albricias, haríamos algunas matizaciones. El Alto Tribunal debería, según mis escasos conocimientos, haber declarado tales despidos como “nulos radicales”. Porque todos los actos empresariales ad nutum (repetimos, por mis c…) han atentado contra derechos fundamentales o las libertades públicas del profesorado. O sea, tres cuartos de lo mismo de lo que el mencionado tribunal afirmó en su Sentencia 38/1981. También en la STC 140/1999. O como, de igual manera, se expresa en la STC 66/1993. Esta última afirma textualmente lo que sigue:
[… ] en caso de lesión de un hecho fundamental no basta la simple declaración de improcedencia o, en su caso, de nulidad de despido, sino que éste ha de declararse radicalmente nulo (subrayado mío), que es el tipo de sanción predicable de todos los despidos vulneradores o lesivos de un derecho fundamental, por las consecuencias que conlleva de obligada readmisión con exclusión de indemnización substitutoria.
¿Queda claro? Ahora bien, si mis mayores levantaran la cabeza se dividirían ante mis opiniones. Mi madre adoptiva, la tita Pilar, me reprocharía mi poco temor de Dios. Su esposo, mi padre adoptivo Ceferino Isla, famoso confitero granadino y estoico librepensador, gran restaurador de los dulces piononos santaferinos, se congratularía y austeramente me diría por lo bajinis: “Olé tu sombra”. Lo más seguro es que la tita Pilar me hubiera pedido explicaciones: “¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?”. Y un servidor, se hubiera portado como un acusica, un chivato que quiere salvar el pellejo: “Mamá, ha sido mi sobrino Antonio, Antonio Baylos”. Y ella, santiguándose: “Mal rayo os parta a los dos”. En todo caso, la tita Pilar se hubiera pensado dos veces decir mal rayo le parta al Tribunal Supremo, aunque éste le hubiera pegado un cogotazo a la Iglesia. Una cosa es ser beata ante los ojos de Rouco y otra es ser pragmática ante la mirada del Tribunal Supremo.
La Iglesia se había acostumbrado a practicar “la violencia de su poder privado”, despidiendo al profesorado que –según los funcionarios eclesiásticos-- llevaban una vida no conforme con la legitimación auto referencial que ella misma se ha dotado y que, con regular frecuencia, conculca el sistema de valores y normas que dicta la Constitución. La Iglesia despide ad nutum. Aclaro de manera inteligible el latinajo. De manera castiza, pero no infundada, se debe entender ad nutum de la siguiente manera: el funcionario eclesiástico se lleva la mano al escroto y de manera ostentosa le indica la puerta de la calle a la persona que acaba de ser despedida. Es un acto que tiene, según nuestro modesto e insuficiente saber, poco que ver con planteamientos teologales, ni –según nuestros conocimientos chusqueros— guarda relación con las cuestiones salvíficas ya sean las planteadas por los viejos teólogos de la Patrística o las salmodias de Ripalda o Astete, dos curas de anteayer.
Pero la Iglesia –que, según el Dante, tiene más hambre en la medida que va comiendo— no se contenta con el acto escrotal del despido: endosa el pago de la indemnización a la Administración Pública, perdón por el error: a los contribuyentes. Es, posiblemente, otra de las enseñanzas de más de dos mil años de historia. O, si se prefiere, de las inercias de cuando sus testículos eran todavía más peligrosos. O, peor todavía, del tipo de consentimientos subordinados que le han permitido los gestores de la democracia española. Con una excepción institucional: el Derecho del Trabajo y sus operadores jurídicos. Por supuesto, a otro nivel, el sindicalismo y las asociaciones profesionales de los enseñantes religiosos. Como muestra un botón: el Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Definitivamente, es el Derecho del Trabajo –con su rebeldía epistemológica con relación al Derecho civil-- quien se ha enfrentado a ese poder privado que violentamente ejerce con desparpajo el funcionariado eclesiástico: la sombra de los padres de Weimar es alargada con la “propensión a desafiar lo existente” –docet Umberto Romagnoli-- que alienta al Derecho del Trabajo, el más eurocéntrico de todos los derechos.
Decíamos más arriba que nos felicitamos de la posición del Tribunal Supremo. Y añadíamos que, tras dichas albricias, haríamos algunas matizaciones. El Alto Tribunal debería, según mis escasos conocimientos, haber declarado tales despidos como “nulos radicales”. Porque todos los actos empresariales ad nutum (repetimos, por mis c…) han atentado contra derechos fundamentales o las libertades públicas del profesorado. O sea, tres cuartos de lo mismo de lo que el mencionado tribunal afirmó en su Sentencia 38/1981. También en la STC 140/1999. O como, de igual manera, se expresa en la STC 66/1993. Esta última afirma textualmente lo que sigue:
[… ] en caso de lesión de un hecho fundamental no basta la simple declaración de improcedencia o, en su caso, de nulidad de despido, sino que éste ha de declararse radicalmente nulo (subrayado mío), que es el tipo de sanción predicable de todos los despidos vulneradores o lesivos de un derecho fundamental, por las consecuencias que conlleva de obligada readmisión con exclusión de indemnización substitutoria.
¿Queda claro? Ahora bien, si mis mayores levantaran la cabeza se dividirían ante mis opiniones. Mi madre adoptiva, la tita Pilar, me reprocharía mi poco temor de Dios. Su esposo, mi padre adoptivo Ceferino Isla, famoso confitero granadino y estoico librepensador, gran restaurador de los dulces piononos santaferinos, se congratularía y austeramente me diría por lo bajinis: “Olé tu sombra”. Lo más seguro es que la tita Pilar me hubiera pedido explicaciones: “¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?”. Y un servidor, se hubiera portado como un acusica, un chivato que quiere salvar el pellejo: “Mamá, ha sido mi sobrino Antonio, Antonio Baylos”. Y ella, santiguándose: “Mal rayo os parta a los dos”. En todo caso, la tita Pilar se hubiera pensado dos veces decir mal rayo le parta al Tribunal Supremo, aunque éste le hubiera pegado un cogotazo a la Iglesia. Una cosa es ser beata ante los ojos de Rouco y otra es ser pragmática ante la mirada del Tribunal Supremo.