jueves, 12 de noviembre de 2009

La "cuestión histórica", según Marcel Gauchet



Explica Marcel Gauchet [“La cuestión histórica”, Trotta 2007] la importancia del aparato de poder de la institución eclesiástica y como instrumento de mediación entre el Cielo y la tierra en el desarrollo histórico desde hace dios y la madre de tiempo. Afirma que, en el transcurso de la Era Moderna se ha operado lo que el autor denomina “la salida de la religión” que –añade un servidor—debe entenderse no al pie de la letra sino como Gauchet lo describe razonadamente, es decir: la comunidad humana se define a partir de ella misma, de su propia alteridad. Por mi parte, añadiré que la “salida de la religión”, entendida à la Gauchet, no impediría una mirada religiosa de miles de creyentes, comprometidos desde su propia fe con los problemas de la humanidad y su propia alteridad (1).


¿Ejemplos? Doy testimonio de amigos personales antiguos como 
Alfonso Carlos Comín, Joan N. García-Nieto y mi (ciber) amistad con Ignacio Sintel, pastor evangélico. Me permito un inciso: el compromiso que, desde la fe, tuvieron en su día Comín padre y Nepo García-Nieto –y los innumerables de estos tiempos de ahora mismo-- replanteó el (parcial) abandono de actitudes genéricamente anticlericales en un significativo sector de la izquierda antifranquista. Lo que fue visiblemente relevante en el sector del movimiento de los trabajadores, dentro y fuera de `la fábrica´. Pero vayamos al grano...


Si se reflexiona parsimoniosa y no instrumentalmente sobre el libro de Marcel Gauchet es posible que encontremos razones añadidas que nos ayuden a entender la compostura, ademocráticamente irascible, de los altos funcionarios eclesiástico a lo largo de estos últimos cuatro años en España, y aunque no cuento con la información necesaria tal vez nos hagan entender (aunque sea medianamente) las actitudes del 
papa Ratzinger y sus importantes seguidores. Es más, tengo para mí que sobre las pistas que indicia Gauchet hay más filón nutriente para, primero, razonar con fundamento y, segundo, poder explicar qué parece estar ocurriendo en nuestro país. Mucho más, pienso provisionalmente, que esa práctica de sacarle los colores a la Iglesia (que, en todo caso, se lo merece) por sus tropelías de antaño: Torquemada, casos Giordano Bruno y Galileo, la postura de Pío IX ante el niño judío Edgardo Mortara y no sé cuántos más. No digo que haya que eludir estas situaciones, simplemente pienso (de momento) que es más útil transitar por los indicios que propone Marcel Gauchet. Mi argumentación es: el primer caso puede conducir a una inútil reedición del anticlericalismo, siempre precario de razones y, por lo general, prisionero del viejo historicismo; lo segundo, sin embargo, podría llevarnos a entender la raíz de la exasperadamente irascible contracultura de los altos funcionarios de la Iglesia.


La democracia nunca fue, según parece, un buen negocio para las curias católicas españolas. La libertad choca de bruces con la estructura jerárquica –toscamente taylorista, por más señas— de ayer y de hoy (2). La dirección curial se ha autolegitimado como la (única) mediadora entre Dios y la humanidad, lo que comportaría el primado exclusivo de su doxa y de las normas que, a trancas y barrancas, la acompañan. Así pues, el constructo dogmático –precisamente por su invención gratuita y su inmutabilidad— choca abruptamente con la razón democrática que se caracteriza por su flexibilidad y relativismo itinerantes. De entrada, en esas condiciones se puede decir pacíficamente que la posición de los eclesiásticos será lo que sea, excepto inconsecuente o incoherentes,


La mencionada y autoconcedida `mediación´ es, por definición, contraria al diseño genérico y a la aplicación práctica de qué debe entenderse por moral y a impartir la enseñanza. Ambas cuestiones deben ser, en pura concordancia con la mediación, monopolio de la curia eclesiástica. Ahora bien, la “salida de la iglesia” (en los términos que define Marcel Gauchet) llevó, no sin sobresaltos, a la westfaliana separación entre el Estado y la Iglesia y la transformación de aquel Estado, también de manera azarosa, en instituciones democráticas. Las normas de civilidad eran cosa de las instituciones democráticas, también para los funcionarios eclesiásticos qua personas, y como tales –al menos en teoría—no estaban exentos de ningún manto protector al margen de la norma y autonomía democráticas. La Iglesia, mutatis mutandi, empezó a perder poder, aunque el prestigio simbólico fuera así mismo `poderoso´. Le quedaba, naturalmente, el peso de la inercia, su capacidad de maniobra para el cabildeo y su (nunca perdida) relación con los grandes aparatos de poder. Ciertamente, le quedaba también su negativa (aflorada y/o submergida) a reconocer que fe y política están y siguen en planos diferentes. Es más, en el fondo la alta Iglesia no dejó de considerar la política democrática “como un contexto de inevitable contingencia y provisionalidad, extraños a la dimensión religiosa de la vida”, al atinado decir de Riccardo Terzi.


Así las cosas, en el terreno abstracto nos encontramos ante una aporía, un callejón sin salida, porque parece imposible que la Iglesia católica renuncie a su más representativa, por su carácter constitutivo, seña de identidad: la mediación entre el más allá y el aquí mismo. Y si en el terreno abstracto no hay salida, la conclusión, al menos aparente, está en la capacidad de reorientar la cosa en el territorio de lo concreto. Pero, ¿es posible? La primera respuesta que se nos ocurre es: pueden darse convergencias (más o menos intensas), pero nunca habrá una plena adhesión de la una a la otra, lo que no excluye –pero eso es harina de otro costal— subalternidades, cooptaciones o algo por el estilo. Digamos pues, orteguianamente, que sólo se puede aspirar, y no es poca cosa, a tener una razonable conllevancia.


En cuentas muy resumidas, la matriz de la exasperación revoltosa de las mitras y capelos cardenalicios en España se explica en una cuestión de largo recorrido (su autolegitimación como instrumento de mediación) y en una convergencia de oportunidades coyunturales, aunque con voluntad de largo recorrido (ponerle la proa al itinerario de nuevos derechos civiles del presidente Zapatero). Pero no deben confundirse los términos a la hora del debate. Porque el tratamiento de lo primero exige una explicación de un tipo, mientras que el segundo requiere una frontal pugna de carácter político. Cuando hablo de no confundir los términos no niego que, en estos momentos, deban deslindarse. No, tienen que relacionarse, naturalmente. Porque el alto funcionariado eclesiástico entiende que su convergencia con el Partido popular en relación a los derechos civiles es coincidente, aunque –como es sabido— en tiempos del aznarato no susurró, que nosotros sepamos, que el gobierno de aquellos entonces tirara para atrás algunas leyes que le incomodaron profundamente. Que una de tus manos no sepa lo que hace la otra, debieron decirse. Y, posiblemente, en el hipotético (e indeseable caso) de que el Partido popular gane las próximas elecciones, sus eminencias tampoco incordiarán excesivamente: el cabildeo de Palacio sustituirá a la calle.


Doy por sentado que la confrontación política con los planteamientos de alto funcionariado eclesiástico debe ser eso: exclusivamente política.






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(1) Artículo publicado en “
Nou cicle” en enero de 2008.


(2) En principio los elementos que caracterizan el taylorismo con lo que estamos hablando es: 1) Concentración de todos los elementos del conocimiento, del "saber hacer" --que en el pasado estuvieron en manos de los trabajadores-- en el management. Este deberá clasificar las informaciones y sintetizarlas; de todo ello sacará los elementos del conocimiento, las leyes, reglas y normas. 2) La substracción de todo el trabajo intelectual en el reparto de la producción, situándolo en los centros de planificación, con la separación "funcional" --entre concepción, proyecto y ejecución-- entre el centro del saber y la prestación ejecutiva e individual de cada trabajador que está aislado de todo grupo o colectivo. 3) Una minuciosa preparación, por parte del manager, del trabajo que hay que hacer y las reglas para facilitar su ejecución. Se elimina el "saber hacer" del trabajador que está substituido por las órdenes del manager; al trabajador se le especifica no sólo lo que hay que hacer sino cómo es necesario hacerlo y el tiempo fijado para ello. Pues bien, sustitúyase `trabajadores´por sociedad, cámbiese `management´ por la Iglesia y aproximadamente se entenderá la relación entre taylorismo la “estructura jerárquica” de la Iglesia católica. A tales efectos, poco importa que el taylorismo sea un intento de racionalización cientificista y el carácter de la Iglesia tenga otro signo. Pues el vínculo entre lo uno y lo otro podría ser el siguiente: Taylor dijo que si su organización del trabajo era científica, ¿qué pintaban los sindicatos en ello?, mientras que la Iglesia no tendría empacho en afirmar que si esto es un dogma de fe ¿a santo de qué hay que discutirlo?