domingo, 10 de julio de 2016

Margallo, ese echao p´alante


Por lo que estamos viendo se está consolidando un lenguaje político más propio de la gente del bronce y echaos p´ alante que de personas con poca, mucha o regular culturilla. Aquella barra del mostrador de la vieja taberna de antaño --«se prohíbe el cante y la palabra soez»--  era mucho más sosegada. Hoy, las grandes convulsiones y conflictos en España, tienden más a la violencia verbal que a la ponderación. Digamos, pues, que la argumentación ha sido substituida por la invectiva, frecuentemente carajillera. Donde se ponga un contundente improperio que se quite el juicio temperado. Ni que decir tiene que la derecha lleva tiempo instalada en tan inútil como contraproducente pedestal.

La novedad es que el lenguaje áspero se ha convertido en eructos. Y también que el escenario de estas chundaratas (tomo en préstamo esta palabra que usa el recientemente galardonado Enrique Lillo) se utiliza, además, para que los representantes institucionales de unas comunidades abronquen a sus colegas. Dejamos de lado, porque forma parte de las más viejas tradiciones de las izquierdas, las flores de sangre con que se han piropeado los hijos de OK Ferraz y sus hoplitas.  

Ahora, el ministro Margallo,  que mamó los calostros de su formación cultural en prestigiosos colegios de pago y en renombradas universidades inglesas toma los hábitos de la cofradía de los echaos p´ alante. Y, pensando que el gobierno de Gibraltar es un merinazgo del PSOE, se excita verbalmente. Donde se demuestra que la primera ley de la educación debería ser: «Quod natura non dat Salmantica non praesta».

Concretando: este Margallo se pone en jarras y, por un quítame allá esas pajas, le echa un salivazo, escasamente diplomático, al premier gibraltareño: Oye, tio, en cuatro años pongo mi bandera en todo lo alto de tu casa, le dice. Con lo que se pone a la altura de aquel pánfilo cantante de mis primeros guateques (un tal José Luis y su guitarra) que se ganaba la vida gritando «Gibraltar español».


Advierto: mucho ojo con el lenguaje en las llamadas relaciones internacionales.  Bastante cargadita de tensiones está Europa.  

jueves, 14 de enero de 2016

Hacienda y todos nosotros

Efectivamente, el «Hacienda somos todos» fue un spot publicitario, un contundente y pedgógico slogan que tuvo más impacto que todas las prédicas morales y políticas en torno a la relación entre los derechos y deberes de la ciudadanía con relación al fisco. Hasta el punto que una buena parte de la ciudadanía ha interiorizado lo positivo que se desprende de la citada frase. Por lo que definirlo como puro y simple artificio publicitario es una argucia de baja estofa leguleya. Es lo que han hecho con celo de rábulas altos funcionarios del Estado en la primera sesión del juicio del caso Noos. Y, peor aún, ni siquiera han sido amonestados por las máximas autoridades políticas españolas.

Y más preocupante es, todavía, que tal razonamiento –la afirmación de que sólo es un spot publicitario--  se utiliza como dogmática jurídica para ventilar el caso de la señora Cristina de Borbón y Grecia.  Y de ahí pasar, por sospechosa inferencia, a que el supuesto o real delito de esta señora no ha dañado la condición concreta de la ciudadanía y la relación de esta con las políticas económicas y sociales. O sea, que el erario público deshace el camino y vuelve a presentarse como la famosamente antañona de la «pólvora del rey». Es decir, Hacienda es el patrimonio del rey o algo abstracto que no tiene dueño conocido y reconocible.


Repetimos: lo más grave, a mi juicio, es la dogmática jurídica, la justificación, que han usado tanto el fiscal como la abogacía del Estado para salvarle los muebles a la doña. Que, en mi opinión, hace trizas el estatuto epistemológico tanto del fiscal como de la abogacía del Estado. Y porque, además, quiebra la vinculación entre la fiscalidad y las políticas de Estado de bienestar, amén de gratificar la elusión y la evasión fiscal. Así las cosas, se vuelve a los tiempos en que el elusor era visto en algunos casos como un pícaro o un héroe a imitar difusamente. Así pues, desde el mismo Estado, representado por el fiscal y su abogacía, pueden sentar doctrina para quienes ideológica y políticamente exigen menos Estado.