Zapatero puede sufrir en la primavera un revolcón electoral, y quien no contemple seriamente esta hipótesis posiblemente no ande bien de la cabeza. Desde luego no será por méritos del partido popular como por esa tendencia, que al parecer se va generalizando, de contravotar, es decir de echar al que está gobernando.
Zapatero protagonizó un bienio de esperanza: los dos primeros años de su mandato con realizaciones importantes como la retirada de las tropas de Irak y las leyes de ampliación de los derechos civiles; la segunda parte de la legislatura –también con importantes medidas legislativas— ha quedado desdibujada por la presión mit(o)idelógica de las derechas más rancias que, al languidecer la tarde, renacen de sus sombras de buhardilla. Esta presión ha marcado el paso y tanto el gobierno de Zapatero como el PSOE no han sabido ponerle coto. Sin embargo, me parece que la hipótesis de que haya revolcón electoral no vendrá por estos movimientos. Eso me parece es, como queda dicho, otra hipótesis. Que no deseo.
Una lectura esquemática de los avatares electorales españoles me lleva a la conclusión de que las cuestiones de corrupción y otros desaguisados políticos tuvieron poca influencia en el comportamiento de la gente monda y lironda. Y si la tuvieron no alcanzaron la suficiente densidad para provocar el desalojo de los (siempre provisionales) inquilinos de la Moncloa. Abundo más en la materia: no fueron los negros lances de la política, en su sentido epidérmico, los causantes de los cambios de gobierno tras las elecciones. Porque dichas situaciones o no afectaban directamente a la condición material del público o éste veía la relación entre, por ejemplo, la corrupción y sus intereses materiales. Ahora las cosas han cambiado.
La estrambótica situación ferroviaria barcelonesa está agrediendo a centenares de miles de personas desde hace muchos meses, aunque ahora está alcanzando unos niveles insufribles. Aunque la oposición no denunciara estas situaciones, el contravoto funcionaría a todo meter. En primer lugar, se trata de una historia cuajada de improvisaciones y, según parece, con una gran precariedad de diseño técnico. La última improvisación: el planteamiento de una terminal provisional en El Prat de Llobregat demuestra a las claras la culminación de una serie de ocurrencias político-técnicas.
El sufrimiento cotidiano de centenares de miles de personas ha sido (y lo que te rondaré, morena) superlativo. Personas que, de madrugada, se veían turbadas en el transporte, llegando tarde al centro de trabajo, debiendo recuperar el mayor tiempo invertido y, tres cuartos de lo mismo, al regresar del trabajo a casa. Un gentío –digámoslo con contundencia-- que siempre, siempre y siempre demostró un alto nivel de civismo o, tal vez, de resignación que oían un extraño lenguaje que venía de de las autoridades: paciencia les decían a los mansos de espíritu. Como si estos se hubieran tirado cimarronamente a los montes de Collserola con arcabuces y espingardas. A mi no me lo han contado: yo soy testigo de esa mansedumbre, de esa resignación que, a lo máximo que llegaba, era al sarcasmo, siempre controlado. Y posiblemente pensando (esto no lo puedo asegurar, obviamente) aquello de “arrieros semos y en el camino nos encontraremos”.
El público tiene una información aproximada. Quiero decir que es consciente de la complejidad de las obras que se necesitan para la nueva infraestructura y, también, parece saber que el gobierno catalán tiene poco que decir en estas cuestiones. Pero, posiblemente, su aproximada información le indique que en Madrid las autoridades han sido poco previsoras; y su aproximada información, tal vez, les habrá llevado a pensar que las autoridades catalanas no han sido sensatamente enérgicas en todo este periodo; o moderadamente enérgicas. “Paciencia” era la consigna que se enviaba a los pacientes malaventurados. Unos pacientes que ni siquiera han seguido la moda de crear una plataforma de autodefensa.
Por otra parte, tampoco nadie ha visto energía alguna por parte de las autoridades a la hora de exigir responsabilidades a los constructores; esta petición de responsabilidades ha llegado tarde y cuando el problema era insostenible. Pero, en todo caso, sí ha sido bien visible la desconexión entre la política gubernamental y la técnica. Lo que, dicho entre paréntesis, debería significar un toque de atención al carácter altivo de la técnica que también ha fallado estrepitosamente. Ahora bien, el esperpento llegó cuando algunos voceros informales dejaron correr una estridencia: el problema estaba en que Villar Mir quería chantajear al gobierno por un asunto que venía de atrás. Pero...
Pero... ¿alguien puede creer que Villar Mir está interesado en una operación chantajista, sabiendo las inconveniencias que esto le puede acarrear en su futura biografía empresarial así en Europa como en el mundo globalizado? “Es que Villar Mir es un hombre del partido popular...”, afirma un lenguaraz que visita las covachuelas del poder. Pregunto, sin ni siquiera recurrir al sentido común: ¿desde cuando un empresario, sea del partido popular o de la asociación vegetariana de Parapanda maltrata sus propios intereses económicos con una operación de ese cariz? Seamos serios, una cosa es que sea del partido popular y otra es que su coeficiente mental funcione, en sus propios asuntos, con servicios mínimos.
En resumidas cuentas, los pacientes –se dice que la mayoría responden a la condición de fiel intendencia del granero de votos socialista— pueden contravotar o quedarse en casa. La pupa que han recibido está convirtiéndose en costra. Mejor que no sea así. Yo, por si las moscas, votaré aproximadamente `bien´. Seguiré haciendolo a la izquierda, a pesar de que –desde sus alturas institucionales— no ha estado a la altura de las circunstancias. De todas formas, todavía es posible, pienso yo, un acertado y contundente golpe de timón.
Pero, digamos con el poeta cordobés: “Non los agüeros, los fechos sigamos”. Narraba Juan de Mena que en determinado puerto de mar estaba la marina de guerra dispuesta a zarpar rumbo a las tierras sarracenas. El almirante había dado la orden de a toda vela; su consejero –un agorero de los viejos tiempos—le recomendaba lo contrario porque el vuelo de los pájaros, porque las nubes, porque patatín y patatán... El almirante, un pre renacentista, con cinco duros de modernidad, le contestó lo dicho: “Non los agüeros, los fechos sigamos...”. Me reservo una discreta autocensura: ocultaré de momento hacia dónde condujeron los hechos y el sentido de los agüeros del consejero supersticioso. Informése Zapatero de qué ocurrió: ¿acertaron los agüeros?
Zapatero protagonizó un bienio de esperanza: los dos primeros años de su mandato con realizaciones importantes como la retirada de las tropas de Irak y las leyes de ampliación de los derechos civiles; la segunda parte de la legislatura –también con importantes medidas legislativas— ha quedado desdibujada por la presión mit(o)idelógica de las derechas más rancias que, al languidecer la tarde, renacen de sus sombras de buhardilla. Esta presión ha marcado el paso y tanto el gobierno de Zapatero como el PSOE no han sabido ponerle coto. Sin embargo, me parece que la hipótesis de que haya revolcón electoral no vendrá por estos movimientos. Eso me parece es, como queda dicho, otra hipótesis. Que no deseo.
Una lectura esquemática de los avatares electorales españoles me lleva a la conclusión de que las cuestiones de corrupción y otros desaguisados políticos tuvieron poca influencia en el comportamiento de la gente monda y lironda. Y si la tuvieron no alcanzaron la suficiente densidad para provocar el desalojo de los (siempre provisionales) inquilinos de la Moncloa. Abundo más en la materia: no fueron los negros lances de la política, en su sentido epidérmico, los causantes de los cambios de gobierno tras las elecciones. Porque dichas situaciones o no afectaban directamente a la condición material del público o éste veía la relación entre, por ejemplo, la corrupción y sus intereses materiales. Ahora las cosas han cambiado.
La estrambótica situación ferroviaria barcelonesa está agrediendo a centenares de miles de personas desde hace muchos meses, aunque ahora está alcanzando unos niveles insufribles. Aunque la oposición no denunciara estas situaciones, el contravoto funcionaría a todo meter. En primer lugar, se trata de una historia cuajada de improvisaciones y, según parece, con una gran precariedad de diseño técnico. La última improvisación: el planteamiento de una terminal provisional en El Prat de Llobregat demuestra a las claras la culminación de una serie de ocurrencias político-técnicas.
El sufrimiento cotidiano de centenares de miles de personas ha sido (y lo que te rondaré, morena) superlativo. Personas que, de madrugada, se veían turbadas en el transporte, llegando tarde al centro de trabajo, debiendo recuperar el mayor tiempo invertido y, tres cuartos de lo mismo, al regresar del trabajo a casa. Un gentío –digámoslo con contundencia-- que siempre, siempre y siempre demostró un alto nivel de civismo o, tal vez, de resignación que oían un extraño lenguaje que venía de de las autoridades: paciencia les decían a los mansos de espíritu. Como si estos se hubieran tirado cimarronamente a los montes de Collserola con arcabuces y espingardas. A mi no me lo han contado: yo soy testigo de esa mansedumbre, de esa resignación que, a lo máximo que llegaba, era al sarcasmo, siempre controlado. Y posiblemente pensando (esto no lo puedo asegurar, obviamente) aquello de “arrieros semos y en el camino nos encontraremos”.
El público tiene una información aproximada. Quiero decir que es consciente de la complejidad de las obras que se necesitan para la nueva infraestructura y, también, parece saber que el gobierno catalán tiene poco que decir en estas cuestiones. Pero, posiblemente, su aproximada información le indique que en Madrid las autoridades han sido poco previsoras; y su aproximada información, tal vez, les habrá llevado a pensar que las autoridades catalanas no han sido sensatamente enérgicas en todo este periodo; o moderadamente enérgicas. “Paciencia” era la consigna que se enviaba a los pacientes malaventurados. Unos pacientes que ni siquiera han seguido la moda de crear una plataforma de autodefensa.
Por otra parte, tampoco nadie ha visto energía alguna por parte de las autoridades a la hora de exigir responsabilidades a los constructores; esta petición de responsabilidades ha llegado tarde y cuando el problema era insostenible. Pero, en todo caso, sí ha sido bien visible la desconexión entre la política gubernamental y la técnica. Lo que, dicho entre paréntesis, debería significar un toque de atención al carácter altivo de la técnica que también ha fallado estrepitosamente. Ahora bien, el esperpento llegó cuando algunos voceros informales dejaron correr una estridencia: el problema estaba en que Villar Mir quería chantajear al gobierno por un asunto que venía de atrás. Pero...
Pero... ¿alguien puede creer que Villar Mir está interesado en una operación chantajista, sabiendo las inconveniencias que esto le puede acarrear en su futura biografía empresarial así en Europa como en el mundo globalizado? “Es que Villar Mir es un hombre del partido popular...”, afirma un lenguaraz que visita las covachuelas del poder. Pregunto, sin ni siquiera recurrir al sentido común: ¿desde cuando un empresario, sea del partido popular o de la asociación vegetariana de Parapanda maltrata sus propios intereses económicos con una operación de ese cariz? Seamos serios, una cosa es que sea del partido popular y otra es que su coeficiente mental funcione, en sus propios asuntos, con servicios mínimos.
En resumidas cuentas, los pacientes –se dice que la mayoría responden a la condición de fiel intendencia del granero de votos socialista— pueden contravotar o quedarse en casa. La pupa que han recibido está convirtiéndose en costra. Mejor que no sea así. Yo, por si las moscas, votaré aproximadamente `bien´. Seguiré haciendolo a la izquierda, a pesar de que –desde sus alturas institucionales— no ha estado a la altura de las circunstancias. De todas formas, todavía es posible, pienso yo, un acertado y contundente golpe de timón.
Pero, digamos con el poeta cordobés: “Non los agüeros, los fechos sigamos”. Narraba Juan de Mena que en determinado puerto de mar estaba la marina de guerra dispuesta a zarpar rumbo a las tierras sarracenas. El almirante había dado la orden de a toda vela; su consejero –un agorero de los viejos tiempos—le recomendaba lo contrario porque el vuelo de los pájaros, porque las nubes, porque patatín y patatán... El almirante, un pre renacentista, con cinco duros de modernidad, le contestó lo dicho: “Non los agüeros, los fechos sigamos...”. Me reservo una discreta autocensura: ocultaré de momento hacia dónde condujeron los hechos y el sentido de los agüeros del consejero supersticioso. Informése Zapatero de qué ocurrió: ¿acertaron los agüeros?