El alto funcionariado de la iglesia católica, apostólica y vaticana (llamarla romana a estas alturas sería excesivo) está entrando de manera acelerada en un proceso de comportamiento exasperadamente grupuscular. Dos recientes, pero no únicos, ejemplos de ello serían los violentas discursos de dos mitrados: uno, el de Granada en : "Si la mujer aborta, el varón puede abusar de ella", claramente reincidente; otro, Cañizares, 'ministro' del Papa, ve peor abortar que abusar de niños [Excusatio non petita accusatio manifesta, Cañizares] Las razones de esa actitud reiterada y orgánicamente montaraz, podrían ser varias, pero una de ellas –posiblemente la más significativa-- es la pérdida progresiva del poder que quisiera seguir teniendo en la sociedad. Por lo demás, tales actitudes vienen azuzadas por el grupo dirigente de la multinacional vaticana y de su primer manager, José Ratzinger, un anciano belicoso que hunde sus raíces culturales en toda una estirpe que viene de tiempos muy lejanos. De cuando en realidad tenía poderes materiales y un concreto mando en plaza. Naturalmente todavía son capaces de concitar importantes oleadas de masas en los actos que convocan de la misma manera que toda una serie de (banales) actividades civiles siguen teniendo un portentoso predicamento: sin ir más lejos, la compulsiva presencia de miles de personas que aguardan qué nuevo estropicio puede hacer Ratón, el toro asesino, las anuales tomatinas de la ciudad de Buñol y otras esperpencias patrias. Pero los intelectuales orgánicos de la multinacional vaticana saben hasta qué punto estos movimientos no son fisiológicos. La experiencia de Woytila, un potente comunicador de masas, se quedó en mero espectáculo y, tras él, los problemas de la empresa continúan: pasada la efervescencia, meramente gestual, las iglesias siguen vacías, la pirámide de edad del funcionariado eclesial agudiza su forma de prisma invertido y los seminarios están en llamativo horror vacui. Hasta las fiestas más solemnes se han desvirtuado, tal vez de manera irreversible, hacia un festival pagano: Navidades, que ha caído en manos del Corte Inglés, y Semana Santa, desde hace muchos lustros, está en poder del Gremio de Hostelería. Ahora bien, hay grupúsculos que han muerto o se van muriendo de manera lánguida. No es éste el caso de la multinacional vaticana: se ha echado al monte y, sin escrúpulos intelectuales o morales, llama –siguiendo los pasos redivivos del Partido Apostólico-- a la prelación de su ideología mercantil sobre y contra las normas de los ordenamientos jurídicos, incluida la Constitución: la revalorización del delito frente a los derechos civiles y políticos. Así las cosas, no tardará en aparecer el mensaje de Dieu lo volti (Dios lo quiere) que acuñaron los primeros cruzados cuando fueron al Campo del Moro a rebañar cabezas sarracenas. Marcel Gauchet (“La cuestión histórica”, Trotta 2007) dice que se ha operado la “salida de la religión”. Que, aclarada la metáfora, vendría a ser de esta forma: de un lado, la comunidad humana se define a partir de ella misma, de su propia alteridad; de otro lado, todo el ritual –como, un ejemplo más, el que está utilizando Herr Doktor Ratzinger en Madrid-- es la salida de la tradicional liturgia y su renovación en una morfología mercantil. En resumidas cuentas, esa “salida de la religión” ha substituido la anterior soberanía de Dios por la soberanía de la persona concreta, de carne y hueso. Lo contrario, la soberanía de Dios sólo promete la aparición y extensión de Jomeinis de diverso pelaje. De hecho el gran poder que ha perdido la Iglesia, a mi entender de manera definitiva, es lo que más le importó. Desde luego, mucho más que el monopolio del mensaje moral y de las creencias que eran el perifollo para despistar, la argamasa para construir la geometría del poder. Eso es lo que ha perdido: el monopolio de la mediación entre el dios creado a imagen de la iglesia católica, apostólica y vaticana y la sociedad. De ahí que la democracia nunca fuera un buen negocio para los sucesores de Bonifacio VIII, magistralmente retratado en el canto XXVII de la Divina Comedia donde Dante llama cloaca al Papa. De aquí que el constructo dogmático –precisamente por su invención gratuita y su inmutabilidad— choque abruptamente con la razón democrática que se caracteriza por su flexibilidad y relativismo itinerantes. En otras palabras, ya no es posible –por poner un ejemplo de los más graves—reeditar el gravísimo asunto de Pío IX ante el niño judío Edgardo Mortara y no sé cuántos más. En resumidas cuentas: la razón democrática ha derrotado a la humillación de Canosa. Eso no quiere decir que no hayan zonas grises, incluso de real o aparente acollonamiento del poder democrático ante la multinacional vaticana. Pero ahora los vínculos existentes son de mero compadrazgo, de sinergia de intereses mutuos, con algún chispazo, hábilmente controlado, por unos y por otros, vale decir, por la política y la empresa multinacional tan repetidamente mencionada. Lo que no impide que algunos de esos chispazos –los de Rouco y sus hermanos—puedan llegar a mayores en defensa de intereses corporativos, con el ánimo de sacar tajada. Pero la “salida de la religión” es un hecho evidente: tras los fastos ratzingerianos los demócrata-cristianos seguirán ejerciendo sus habilidades (reales o aparentes) de cintura para abajo, las iglesias seguirán vacías y, si se tercia, algunas sotanas seguirán tocando el culo o el pito de algún niño atemorizado. Apostilla. A lo largo de este ejercicio de redacción nunca he dicho que la multinacional vaticana no tenga poder. He afirmado –y, como Pereira, sostengo-- la pérdida del poder que quisiera seguir teniendo en la sociedad.