Se inicia con esta entrada una saga de ejercicios de redacción que servirán
de base para el debate sobre “La ética de los empresarios y el mundo del
trabajo” que tendrá lugar el 15 de febrero con motivo de la representación de Quitt, los irresponsables están en vías de extinción, e
la pieza teatral de Peter Handke en el Lliure de Barcelona (*).
Primer tranco
Todos hemos oído hablar del vínculo que estableció Max Weber entre ética calvinista y ética
empresarial. Lo que no se ha dicho –o al menos yo no lo he
sentido-- es que la ética calvinista es incompatible (y represora de la)
tolerancia. Los objetivos del empresario (y más concretamente del capitalismo)
fueron expresados sin protocolo alguno por Milton Friedman en su artículo en
1970 en el New York Times Magazine: “obtener los mayores beneficios posibles”.
Por supuesto, no es la única personalidad que ha hablado en esos tonos; lo
traemos a colación porque esa literatura aparece en un momento clave: cuando, según
las apariencias, el sistema ha perdido mordiente. Era aquella, todavía,
una época de esplendor del fordismo, el sistema empresarial y de vida que
connotó profundamente el siglo XX. Hoy –y para nuestra reflexión de hoy— vale
la pena decir que el sistema fordista es ya tendencialmente pura chatarra. Y,
en aras a la contundencia, podemos decir que la granempresa fordista ha pasado
a mejor vida y, más todavía, ha sido derrotada –o, si lo prefieren,
substituida— por los nuevos capitales especulativos. Ahora bien, esa derrota o
substitución mantiene la tradicional ética empresarial: obtener los mayores
beneficios posibles en esta fase de innovación-reestrcuturación de los grandes
capitales en un mundo global cuyo objetivo, en mi opinión, es la generación de una
nueva fase de acumulación capitalista.
En todo caso sería conveniente observar los principales rasgos de la ética
de la granempresa, que se han hecho más visibles en la última fase del
fordismo, y que en buena medida se están consolidando en los tiempos de hoy. De
un lado, se ha acentuado el proceso de autolegitimación de la empresa y, de
otro lado, los capitales se han ido extraterritorializando. En cierto modo
ambas cosas han conducido a unos capitales
autistas. Esto es, sin ninguna vinculación al territorio y a la sociedad.
Lejos están aquellos tiempos en que, por poner un ejemplo local, la burguesía
catalana propició importantes aventuras culturales cuya expresión más llamativa
fue la construcción del Palau de la
Música (1905
– 1908).
La autolegitimación de la empresa ha conducido a su autorreferencialidad.
Así pues, su ética no tiene vínculos y compatibilidades con la sociedad. Ella
misma se corona como sistema en una especie de Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me
lo como. Por lo tanto, desde esa óptica, sobran los poderes y
controles que, aunque siempre insuficientes, podrían condicionar y parcialmente
interferir a la granempresa. Esta es una primera consideración con respecto a
la fase anterior, el fordismo. En efecto, a lo largo del pasado siglo, el
fordismo se vio abocado a ceder (siempre de mala gana y tolerándolo en clave de
fastidio) una parte de su hegemonía gracias a las acciones de los movimientos
sindicales y de las izquierdas, muy concretamente tras la segunda posguerra.
En ese contexto se produjeron significativas conquistas sociales en
derechos (bienes democráticos,
en acertada expresión de Gerardo Pisarello) y en espacios de intervención de
las izquierdas sociales y políticas con la construcción itinerante del Estado
del Bienestar (welfare state).
Segundo tranco
La
autolegitimación y autorreferencialidad del sistema explican la ruptura de los
vínculos de la empresa con la sociedad. Una y otra han acentuado, todavía más,
el carácter ademocrático de la empresa, que ha sido visto por un agudo Umberto
Romagnoli de la siguiente manera: “ … en la empresa no existe la posibilidad de
un cambio de roles, gobierno y oposición permanecen siempre fijos”. Y en ese
clavo remacha Antonio Baylos: “poder sin alternativa, contrapoder que nunca
puede substituirlo” [Derecho del trabajo, modelo para armar. Trotta, 1991]
Hablando en plata: la ética empresarial se autolegitima y autorreferencia sin
aceptar alternativa alguna. Excepto, claro está, la interferencia del ejercicio
del conflicto social que pone en entredicho no el uso del poder empresarial sino el abuso.
Hasta tal punto
ha llegado dicha ruptura de los vínculos con la sociedad –una de sus
expresiones más generalizadas lacerantes es la corrupción generalizada-- se
concreta en que el sistema es indiferente a sus propios fracasos, siempre
justificados con la contundencia de una serie de nuevos lenguajes
mixtificadores, toscos o sofisticados, que han sido copiados ad nauseam por la gramática política. Indiferente
a sus propios fracasos, hemos dicho. Todas las recetas que ha ofrecido el
neoliberalismo han llevado a considerables estropicios que dejaron países
enteros en condiciones aún peores; y, sin embargo, se mantiene el mismo menú y
el mismo argumentario. Lo más llamativo es que se sigue planteando la misma
profilaxis que llevó a la crisis el año 2008. Aunque, aprovechando la ocasión,
se apunta contra los derechos de una manera que parece desempolvar la famosa
frase de Odilón Barrot: La
legalite nous tue". De
ahí los intentos de laminación, por ejemplo, del Derecho del trabajo y su
traslado al iusprivatismo. De ahí la intentona de desforestación del welfare (de sus poderes, controles y recursos)
hacia el mundo de los negocios que se autolegitiman y autorreferencian. Barrot
es, así las cosas, la panacea, el bálsamo de Fierabrás. Y para lo que nos
ocupa, la ética del sistema-business. Que insiste machaconamente en
ampliar desbocadamente las privatizaciones hasta límites paroxísticos, por
ejemplo.
La ética
capitalista se propuso, a partir de los años ochenta, no tanto influir en la
política sino hacer de ella su exclusiva prótesis, es decir, un sujeto
cooptado. Parodiando el viejo dicho escolástico la filosofía de la política se
convirtió en la criada de la teología del sistema. Y para decirlo con cierta
contundencia: la política instalada ya no es el partido-amigo del
sistema-business sino su (agradecido) correveidile. De manera que no es
exagerado afirmar que, así las cosas, las democracias han sido puestas en
crisis por el sistema capitalista en su actual expresión que son los (llamados
pacatamente) mercados financieros, que Chomsky calificó como “la espuma de las
multinacionales”. Una crisis que no es contingente sino de largo
recorrido. Que, además, es vista –como diría Bruno Trentin de manera
educada—distraídamente por la izquierda política. En resumidas cuentas, no es
una exageración afirmar que los mercados mandan y los gobiernos gestionan
dichos dictados.
Por otra parte
el sistema capitalista, que no sólo ha cooptado a la política, se mueve como
Pedro por su casa en esos amplios territorios de la globalización, favorecido
por la ausencia de instituciones políticas globales al tiempo que no respeta ni
siquiera aquellos organismos en los que está formalmente representado como, por
ejemplo, la
Organización
Internacional del
Trabajo. Así que, yendo por lo derecho: ya no estamos ante una ética local o
nacional del capitalismo sino global. De una globalización esencialmente
triádica, situada en los tres grandes núcleos que dominan la economía mundial:
Norteamérica, Europa occidental y el Sudeste asiático. Lo que provoca una
catastrófica ruptura del planeta entre esos tres focos cada vez más integrados
y el resto de los países, especialmente los del África negra, cuyas
poblaciones, de un lado, son cada vez más pobres, marginadas y excluidas; y, de
otro lado, sojuzgadas por sus propias (macabras) élites locales en dependiente
connivencia con los grandes capitales globales. Algo muy parecido a la
descripción que se puede ver en 'El
sueño de Celta', la
última novela de Mario Vargas
Llosa. De aquel
universo, así en las metrópolis como en aquellas tierras de las que habla
Vargas, salió la gigantesca acumulación de capital en el siglo XIX. De aquella
ética que no aceptaba alternativas surgió el gran desmán, que hogaño quiere
reeditarse plenamente.
Y hoy, igual que
ayer, estamos ante la violencia del poder privado empresarial tal como ha sido
visto por Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey en su ya famoso libro (1). Según
Valeriano Gómez y Luís Martínez Noval desde 2002 se
han realizado siete millones de despidos, el 60%, mediante despido exprés en España (2). Lo que me lleva a insinuar algo
que me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte: el Estado ya no tiene el
monopolio de la violencia. Hoy se trata de un duopolio: el del Estado y el del
poder privado.
Tercer tranco
Salir
gradualmente de esta situación es tarea realmente difícil, pero no existe
maldición determinista alguna que lo actual se perpetuará por los siglos de los
siglos. La ética del turbocapitalismo no es algo definitivamente dado. La
cuestión radica en la voluntad política en salir de esta fase participando en
ese itinerario de largo recorrido el mayor número de coaligados, de buenas
compañías en ese viaje. Hay que plantar cara al mundo de las
finanzas, “ese sistema que no tiene nombre ni cara, no será jamás candidato y
no será elegido, y sin embargo, gobierna”, ha dicho François Hollande –no
sabemos si desde la ética electoral o desde la ética de esa convicción--
en su reciente mitin en Le Bourget. Es más, ha prometido que para “controlar
las finanzas” aprobará una nueva ley que obligará a los bancos “a separar sus
negocios de especulación y crédito” y “prohibirá pura y simplemente los
productos financieros sin relación con las necesidades de la economía real”. La
norma establecerá un marco legal para las opciones por acciones y los bonus en
los salarios de los directivos de las compañías financieras. Veamos como queda
este Juramento de Santa Gadea: tiempo al tiempo. Ahora bien, algo similar, por
ejemplo, podría acordarse en el próximo congreso del PSOE.
Este no es el
momento para situar un proyecto alternativo porque desbordaríamos el carácter
de este debate y, sobre todo, porque el tiempo de intervención no lo permite.
Pero, a falta de ello, me parece conveniente proponer unos prerrequisitos para
encarar con aproximada solvencia enfrentarse a lo que está sucediendo.
De un lado,
estimo que las izquierdas deben abrir un nuevo capítulo y, de otro lado,
también los movimientos sociales –empezando por el sindicalismo
confederal-- reflexionar atentamente de qué manera encarar la situación.
A mi juicio, las
izquierdas políticas deberían plantearse unos elementos mínimos de visible
unidad de acción. No se está planteando el desdibujamiento de la identidad de
unos y otros, sino simplemente la procura de un mínimo común denominador,
verificado de tiempo en tiempo. Esto es, saber qué zonas de intersección, por
mínimas que sean, comparten. Sin ir más lejos: a) en el terreno de la reforma
de la política y su vinculación con la regeneración de la democracia, b) la revaloración
social del trabajo. Se trataría de un acercamiento de las izquierdas, enterrando la
fatídica sentencia medieval mors
tua vita mea. Que traducido libremente viene a decir: tu derrota es
mi triunfo. También, como se ha dicho, es el momento de los movimientos
sociales como elementos de acción colectiva comprometida cotidianamente en la
solución de una serie de problemas generales y particulares. Y, ¿por qué no?,
es el momento de discernir hasta qué punto las izquierdas políticas y los
movimientos pueden, a su vez, compartir diversamente una serie de
planteamientos de regeneración de la democracia.
Desde ahí, me
permito indicar, sintéticamente, otro prerrequisito: que todo lo que se mueve
en el escenario político y social salga definitavemente de su particular
autarquía y ensimismamiento en el Estado-nación y ser –programática y
organizativamente— sujeto activamente global. La actual personalidad de todo lo
que se mueve es tendencialmente irrelevante para encarar los enormes desafíos
de nuestros días.
Como diría
aquel, tenemos un problema: el neoliberalismo tiene un proyecto no contingente,
sino inmanente mientras que las izquierdas vamos a salto de mata. Si el
sistema-business, según François Holland, es quien gobierna parece claro que
los grandes perjudicados son quienes no están en la órbita, directamente o como
clientes, de esa ética. La pregunta es: ¿es posible enfrentarse a esa situación
en forma de desordenado tropel? Yo creo que no. Es más, yendo en tropel nos
alejamos de la afirmación de Handke: los irresponsables están en vías de
extinción, y nos acercaríamos desgraciadamente a lo que dijo Federico Caffé, a
saber, los irresponsables tienen los siglos contados.